lunes, 31 de agosto de 2020

A un Buen Amigo

 Yo estudie los primeros años de la primaria en San Isidro. En 1968 había llegado el momento de salir de San Isidro para estudiar el plan básico en Sonsonate. Mi padre de alguna manera supo la fecha del examen de admisión del Instituto Nacional de Sonsonate "Thomas Jefferson, así que escribió una carta, me la dio, y me envió rumbo a Sonsonate. Cuando llegué al Jefferson, le entregué la carta a la secretaría del Director, y ella lo llamó inmediatamente para mostrarle la carta.  Yo nunca vi la carta, pero e juzgar por la reacción de Gilberto Calvo, debe haber sido una carta que no podía ser ignorada. El asunto es que el límite de fecha para inscripción ya había finalizado. Casi con lágrimas en los ojos, el Director dijo a su secretaria -inscriba a este niño en el examen. Viene desde San Isidro- Así eran las cartas de mi padre.

El Plan Básico eran tres años de preparación para el Bachillerato. Los estudiantes de bachillerato recorrían los mismos pasillos que nosotros, pero se notaba que ellos eran diferentes. Comparado con lo que vino después, aquella era una educación de lujo. Los del bachillerato incluso estudiaban Francés, trigonometría, etc. Por si fuera poco,  Hugo Granadino dirigía el grupo de Teatro del Instituto. Nosotros tomamos una asignatura de Educación Musical, que era impartida por Ricardo Solano, director de la Banda Regimental. Allí conocí la teoría de la música clásica, las biografías de los músicos (Beethoven, et al), y muy de vez en cuando Solano se las ingeniaba, con no poco esfuerzo, para hacernos escuchar algo de aquel universo.     

En 1969 llegué al segundo curso de Plan Básico, allí coincidimos por vez primera con Carlos Amaya. Ya en aquella época Carlos parecía el modelo del que han sido copiadas las figuras de la Isla de Pascua. En aquella época Carlos ya era Boy Scout. y teniendo a Granadino (era un especie de encargado departamental), a la mano: las expediciones y todo el entrenamiento  de niño explorador que recibió,  tuvo una gran influencia en su vida. Mientras tanto, la gente como nosotros era considerada -rara- por el resto, ya que para ellos éramos simplemente nerds. Menos mal que la palabra no existía, ni el acoso. A nosotros simplemente nos ignoraban.

En aquella época, viviendo en Sonsonate yo en realidad no tenía problemas con los acosadores, ya que Douglas y Herberth me defendían. Carlos me confesó muchos años después que tampoco se metían con él, ya que los "niños buenos"  de la colonia Atonalt en la cual vivíamos pensaban que ya que Carlos era mi amigo, si lo tocaban entonces también se las verían con Douglas o Herberth, y los amigos cercanos (encabezados por el Momia), lo cual no era decir poca cosa en aquel tiempo.

En el 71 me moví a San Salvador para estudiar bachillerato en el ITI. Aquello funcionaba casi como una academia militar. Las clases comenzaban a las siete cuarenta y finalizaban a las cuatro y cuarto, con una hora exacta para almorzar. No en balde, veíamos asesores japoneses en los talleres y en los pasillos. Aquella disciplina fue tan determinante, que cuando llegó el tiempo de estudiar en la universidad, esta me pareció un paseo de campo.

Regresando a los años de bachillerato, mi rutina era de domingo a viernes en el ITI. Los primeros meses me desorientaba en San Salvador, pero sobreviví. Los viernes a las cuatro y cuarto salía disparado para esperar algún autobús directo de Sonsonate tratando de llegar al desvío  de San Isidro antes de las cinco y veinte tantos minutos. Al regreso del fin de semana casi siempre pasaba por Sonsonate, y ya sea domingo muy tarde, o lunes temprano, regresaba al ITI.

En esas idas y venidas escuchábamos música con Carlos, y el compartió sus discos LP conmigo. De esa manera llegaron a San Isidro: Three Dog Night, Grand Funk Railroad, Doobie Brothers, Bread, Temptations y otros. Si a estas alturas de la vida sigo sin salir de pobre, ahora imaginen como estaría en 1972-1973. Digo esto solo para ilustrar que tener el acceso a la música no era un asunto tan sencillo como soplar y hacer botellas, especialmente para un mortal como este servidor que no puede vivir sin música.

En marzo de 1974 recibí mi diploma de bachiller industrial, y cuando llegué a San Isidro, me encontré con la sorpresa de que Emma, la mujer de mi padre, había organizado (y sobre todo financiado) una fiesta. Yo le llamaría la fiesta inolvidable. Incluso en un cierto momento se apareció un tipo que ni siquiera me hablaba, y me dijo -Yo iba pasando y alguien me llamó-. No se como se enteró Carlos acerca de la fiesta, ya que yo no sabía nada de aquella celebración, y aunque los detalles del menú han sido borrados casi completamente de la memoria, lo que sí recuerdo nítidamente, es  que Emma compró una caja de botellas de Ron Flor de Caña. En un cierto momento Carlos desapareció de la fiesta, y lo vimos hasta el día siguiente. Creo que él fue la víctima más memorable de aquella Fiesta, aunque no el único, ni el último.

En octubre de aquel año entramos a la Universidad: él a Medicina, y yo a Ingeniería Eléctrica. Es imposible poder describir la sensación de descubrir aquel universo. Yo a veces no iba a clases, por explorar y descubrir los otros secretos de la "U". A veces coincidíamos en las cabañas de ajedrez. Nunca le pude ganar, y siempre me criticaba por no atacar. Yo aprendí a defenderme y esperar a que los otros se ahorcaran por sí mismos. Pero con Carlos este método no funcionaba, así que con las palizas recibidas aprendí a defenderme mejor cada día. Estas lecciones de ajedrez han encontrado gran aplicación en otras áreas de la vida. Nunca empieces una guerra si no estás seguro de ganarla.

A finales del 75, organizamos una caminata memorable al Trifinio. De esta caminata hemos hablado a lo largo de estos cuarenta y cinco años. Antes de llegar a Metapán, hicimos una escala en una de las lagunetas que en aquella época abundaban en la zona. En algún momento compramos unas mojarras y Carlos que aseguró ser un explorador entrenado por Hugo Granadino, cocinó una sopa, ya que en el cinturón -entre otras cosas- se había amarrado una pequeña olla.  Es la única sopa de mojarras  servida con escamas y tripas que he comido en mi vida.

Aquella noche dormimos en Metapán. Nos quedamos en un hospedaje muy agradable, de los que siempre han existido en aquella ciudad fronteriza. Incluso aquella noche fuimos a un restaurante llamado "La tortuga veloz". Metapán era una excepción en relación al resto de pueblos y ciudades pequeñas de El Salvador de 1975. También hicimos turismo, ya que la catedral colonial de la ciudad es bellísima y el estado de ánimo antes del intento de caminar desde allí hasta la cima del cerro Monte Cristo, sin duda que sería diferente del estado post caminata.

En realidad no teníamos ni la menor idea de como afrontar la misión. Carlos llevaba un mapa de El Salvador de los que regalaban en las estaciones de gasolina y una brújula que siempre marcaba diferente. Eso era todo. Durante el desayuno algunos agentes de la Guardia Nacional también desayunaban en el mismo comedor, y nos preguntaron que ¿qué ondas? para decirlo de alguna manera. En realidad fueron amistosos, sin sus indicaciones nos habríamos perdido más de lo estuvimos. Tomamos un autobús siguiendo las indicaciones y nos bajamos justo antes de llegar ala frontera de Anguiatú. 

Caminamos todo el día, durante el cual yo siempre he sostenido que estuvimos perdidos algunas horas y que probablemente nos metimos  a Guatemala por error. Carlos jamás reconoció que estuvimos  perdidos. Argumentó que dada la fecha (era casi fin de año), él no se podía dar el lujo de perderse, ya que su Mamá  había comenzado los preparativos del Chumpe del 31 de diciembre. En esa discusión estábamos,  junto a Quiñonez, el tercer participante en aquella expedición, cuando encontramos un pequeñísimo arroyo, que no llegaba a río ni nada parecido, casi un nacimiento en las paredes montañosas, y Carlos dijo que se iba a bañar. Pasaba de las cinco de la tarde, y Quiñonez, y yo, le advertimos que aquello no era tan buena idea. Bueno, al final se bañó sin mostrar efectos adversos. Seguimos caminando y encontramos a un campesino que tenía su casita en aquella zona y nos advirtió que dada la hora no era prudente seguir caminando por el riesgo de animales y por la certeza de que nos perderíamos (y él seguramente tendría     que salir a rescatarnos). Pasamos aquella noche en la casa de aquel señor y cuando llegó la hora de cenar, él nos ofreció frijoles, tortillas y queso cuajada. En nuestras circunstancias aquello fue un manjar de los Dioses.  Pero Carlos dijo que él iba a cocinar. Preparó chocolate, plátanos, y no recuerdo que más. -¿Y nos vas a dar?- preguntamos. -Jamás- fue su respuesta. Pero casi inmediatamente después de que terminó de cocinar, la bañada hizo su efecto y nosotros, es decir Quiñonez, yo y nuestros anfitriones  devoramos los plátanos y el chocolate.

Aquel año ya habían señales de que algo no estaba bien en el país. En la versión oficial, el país era promocionado turísticamente como "El Pais de la Sonrisa". En aquel contexto, se celebró aquí en 1975 el concurso "Miss Universo". Viéndolo en retrospectiva, algunas escenas son jocosas. Las candidatas a Miss Universo recorrieron las calles de algunas ciudades del interior encaramadas en carrozas similares a las usadas en las fiestas patronales. En aquella época también operaba en el país la compañía Texas Instruments. Existían varias plantas de ensamblaje de circuitos integrados (chips), en la zona del Bulevar del Ejército. Para ciertas mentalidades, El Salvador iba directo al primer mundo. Pero la realidad iba en otra dirección. La guerra con Honduras fue el detonante de la crisis económica y política que dio lugar a la guerra civil, y 1975 fue el año del fin de la inocencia. 

Decidí incluir la anécdota de los agentes de la Guardia Nacional en Metapán, como un vestigio de un país que poco tiempo después ya no existiría. A partir del final de la edad de la inocencia, para un agente de la Guardia, tres estudiantes universitarios, dos de ellos con pelo largo, habrían sido más que sospechosos, de manera que capturarlos, interrogarlos y probablemente asesinarlos, se antojaría como algo normal. Eso es lo que comenzó a ocurrir después de 1975. En algunas zonas del país ya estaba ocurriendo desde inicios de la década de los años setenta. Por fortuna para nosotros, en el Metapán de finales de 1975, las cosas no estaban calientes. Más bien, como ciudad fronteriza, el tema, igual que hoy era de contrabando y otras especies. 

El 30 de  julio de 1975, los estudiantes de la UES, organizaron una manifestación de protesta por el allanamiento del Centro Universitario de Occidente. Yo me encontraba estudiando para una actividad  evaluada de Física I en el bosquecito del campus. A eso de las tres de la tarde comenzaron a llegar los heridos y golpeados, y nos dimos cuenta por el aire de acero que se respiraba dentro del campus, que lo mejor era salir de aquel lugar. En ese momento, Carlos que había participado en la manifestación, se encontraba dentro del Hospital del ISSS. Los médicos y las enfermeras metieron dentro del hospital a todos los estudiantes que pudieron y los vistieron de enfermos. La mayoría durmió en el hospital. Carlos fue uno de ellos. Para toda aquella generación a la cual pertenezco, el 30 de julio fue el punto de ruptura de la historia. Para nosotros, nada iba a ser igual en El Salvador. Nada.

La música intrascendente iba a quedar  engavetada y relegada dentro del campus. Comenzamos a buscar, y encontramos canciones con textos menos evasivos de la realidad y allí estaban. Los habíamos tenido frente a nuestras narices todo el tiempo, pero no estábamos escuchando. Así comenzamos   a escuchar sistemáticamente a Serrat, Cortez, Silvio Rodriguez, Pablo Milanés, Violeta Parra, Víctor Jara, Mercedes Sosa y otros. Los días previos al 30 de julio siempre han tenido como pista sonora, para la mayoría de los que merodeábamos el campus, la canción "Te Recuerdo Amanda" de Víctor Jara y el recuerdo fresco de los recitales del Quinteto Tiempo, quienes pocos días antes del 30 de julio, se habían presentado en la U. Años después, puse en contacto a Carlos con la obra de Aute, Rosa León, y otros. Es seguro que este contacto con el mundo de la cultura nos hizo personas diferentes, menos peores, un poquito más éticos. Carlos no dejó de atender ni un solo día a sus pacientes del Hospital de Niños Benjamin Bloom, hasta que el covid lo contagió. Las palabras sobran, cuando los actos hablan por si solos.




  


   

1 comentario:

Anónimo dijo...

Hablando de Caminatas.
Yo también recuerdo que tú ya eras un asiduo caminante, puedo atestiguar dos de esas caminatas, en una nos llevaste a la cima del Volcán de Izalco, pero nos llevaste de el lado de El Cerro Verde, por que lo tuyo era caminar de verdad. Recuerdo que salíamos de San Isidro por la mañana y nos dirigíamos hacia El Cerro Verde y nos desviábamos para subir al volcán. La otra ocasión era parecida, salíamos de San Isidro de madrugada atravesábamos el bosque de las faldas de El Cerro Verde, llegábamos a Las Brumas, que con un clima precioso y un terreno encantador nos invitaba a comer Moras y Fresas, ya un poco descansados seguiríamos hacia el Volcán de Santa Ana, alcanzar la cima y bajar a la laguna de Azufre en el fondo. Olor peculiar que después de un buen rato te acostumbras. Una vez que has acometido el objetivo era de calcular el viaje de retorno, todo en un día. Mi nombre de pila es Victor Navarro, pero mi familia me llamaba Douglas, si, soy ese Douglas del que mi hermano menciona en su relato junto con Carlos Amaya(QEPD), mi vecino de la Colonia Atonal de Sonsonate.