miércoles, 31 de enero de 2018

NICANOR PARRA

VI

Unos poquitos consejos de carácter práctico:
levantarse temprano
desayuno lo más liviano posible
basta con una taza de agua caliente
que el zapato no sea muy estrecho
nada de calcetines ni sombrero
carne dos o tres veces por semana
vegetariano soy pero no tanto
no cometan el error de comer marisco
todo lo proveniente del mar es veneno
no matar un pájaro sino en caso de extrema necesidad
evitemos las bebidas espirituosas
una copa al almuerzo suficiente
siesta de 15 minutos máximo
basta con la pérdida de la conciencia
hace mal dormir demasiado
no retener el aire en el estómago
porque se puede romper una tripa
abstinencia sexual en Semana Santa
sahumerio cada quince días
ropa interior absolutamente blanca
salvo cuando se muere la madre
dada la gravedad extrema del caso
recomiéndase luto riguroso
cuando a mí me tocó pasar por esa experiencia traumática
que no se la doy ni a mi peor enemigo
decidí vestirme totalmente de negro
tanto por fuera como por dentro
cosa que hago hasta el día de hoy
a veinte años de esa fecha fatídica.
(De Sermones y prédicas del Cristo de Elqui, 1977)

miércoles, 24 de enero de 2018

Nicanor Parra



HAY UN DÍA FELIZ
A recorrer me dediqué esta tarde
Las solitarias calles de mi aldea
Acompañado por el buen crepúsculo
Que es el único amigo que me queda.
Todo está como entonces, el otoño
Y su difusa lámpara de niebla,
Sólo que el tiempo lo ha invadido todo
Con su pálido manto de tristeza.
Nunca pensé, creédmelo, un instante
Volver a ver esta querida tierra,
Pero ahora que he vuelto no comprendo
Cómo pude alejarme de su puerta.
Nada ha cambiado, ni sus casas blancas
Ni sus viejos portones de madera.
Todo, está en su lugar; las golondrinas
En la torre más alta de la iglesia;
El caracol en el jardín, y el musgo
En las húmedas manos de las piedras.
No se puede dudar, éste es el reino
Del cielo azul y de las hojas secas
En donde todo y cada cosa tiene
Su singular y plácida, leyenda:
Hasta en la propia sombra reconozco
La mirada celeste de mi abuela.
Estos fueron los hechos memorables
Que presenció mi juventud primera,
El correo en la esquina de la plaza
Y la humedad en las murallas viejas.
¡Buena cosa, Dios mío!; nunca sabe
Uno apreciar la dicha verdadera, .
Cuando la imaginamos más lejana
Es justamente cuando está más cerca.
Ay de mí, ¡ay de mí!; algo me dice
Que la vida no es más que una quimera;
Una ilusión, un sueño sin orillas,
Una pequeña nube pasajera.
Vamos por partes, no sé bien qué digo,
La emoción se me sube a la cabeza.
Como ya era la hora del silencio
Cuando emprendí mi singular empresa,
Una tras otra, en oleaje mudo,
Al estable volvían las ovejas.
Las saludé personalmente a todas
Y cuando estuve frente a la arboleda
Que alimenta el oído del viajero
Con su inefable música secreta
Recordé el mar y enumeré las hojas
En homenaje a mis hermanas muertas.
Perfectamente bien. Seguí mi viaje
Como quien de la vida nada espera.
Pasé frente a la rueda del molino,
Me detuve delante de una tienda:
El olor del café siempre es el, mismo,
Siempre la misma luna en mi cabeza;
Entre el río de entonces y el de ahora
No distingo ninguna diferencia.
Lo reconozco bien, éste es el árbol ,
Que mi padre plantó frente a la puerta
Ilustre padre que en sus buenos tiempos
Fuera mejor que una ventana abierta.
Yo me atrevo a afirmar que su conducta
Era un trasunto fiel de la Edad Media,
Cuando el perro dormía dulcemente
Bajo el ángulo recto de una estrella.
A estas alturas siento que me envuelve
El delicado olor de las violetas
Que mi amorosa madre cultivaba
Para curar la tos y la tristeza.
Cuánto tiempo ha pasado desde entonces
No podría decirlo con certeza;
Todo está igual, seguramente,
El vino y el ruiseñor encima de la mesa,
Mis hermanos menores a esta hora
Deben venir de vuelta de la escuela:
¡Sólo que el tiempo lo ha borrado todo
Como una blanca tempestad de arena!

ES OLVIDO
Juro que no recuerdo ni su nombre,
Mas moriré llamándola María,
No por simple capricho de poeta:
Por su aspecto de plaza de provincia.
¡Tiempos:aquellos!, yo un espantapájaros,
Ella una joven pálida y sombría.
Al volver una tarde del Liceo
Supe de la su muerte inmerecida.
Nueva que me causó tal desengaño
Que derramé una lágrima al oírla.
Una lágrima, sí, ¡quién lo creyera! -
Y eso que soy persona de energía.
Si he de conceder crédito a lo dicho
Por la gente que trajo la noticia
Debo creer, sin vacilar un punto,
Que murió con mi nombre en las pupilas,
Hecho que me sorprende, porque nunca
Fue para mí otra cosa que una amiga.
Nunca tuve con ella más que simples
Relaciones de estricta cortesía,
Nada más que palabras y palabras
Y una que otra mención de golondrinas.
La conocí en mi pueblo (de mi pueblo
Sólo queda un puñado de cenizas),
Pero jamás vi en ella otro destino
Que el de una joven triste y pensativa.
Tanto fue así que hasta llegué a tratarla.
Con el celeste nombre de María,
Circunstancia que prueba claramente
La exactitud central de mi doctrina.
Puede ser que una vez la, haya besado,
¡Quién es el que no besa a sus amigas!
Pero tened presente que lo hice
Sin darme cuenta bien de lo que hacía.
No negaré, eso sí, que me gustaba
Su inmaterial y vaga compañía
Que era como el espíritu sereno
Que a las flores domésticas anima.
Yo no puedo ocultar de ningún modo
La importancia que tuvo su sonrisa
Ni desvirtuar el favorable influjo
Que hasta en las mismas piedras ejercía.
Agreguemos, aun, que de la noche
Fueron sus ojos fuente fidedigna.
Mas, a pesar de todo, es necesario
Que comprendan que yo no la quería
Sino con ese vago sentimiento
Con que a un pariente enfermo se designa.
Sin embargo sucede, sin embargo,
Lo que a esta fecha aún me maravilla,
Ese inaudito y singular ejemplo
De morir con mi nombre en las pupilas,
Ella, múltiple rosa inmaculada,
Ella que era una lámpara legítima.
Tiene razón, mucha razón, la gente
Que se pasa quejando noche y día
De que el mundo traidor en que vivimos
Vale menos que rueda detenida:
Mucho más honorable es una tumba,
Vale más una hoja enmohecida.
Nada es verdad, aquí nada perdura,
Ni el color del cristal con que se mira.
Hoy es un día azul, de primavera,
Creo que moriré de poesía,
De esa famosa joven melancólica
No recuerdo ni el, nombre que tenía.
Sólo sé que pasó por este mundo
Como una paloma fugitiva:
La olvidé sin quererlo, lentamente,
Como todas las cosas de la vida. 

ÚLTIMAS INSTRUCCIONES 
Éstos no son coqueteos imbéciles
háganme el favor de Velarme Como Es Debido
dáse por entendido Que en la reina
al aire libre -detrás del garage
bajo techo no andan los velorios

en el salón De honor De la universidad
o en la Caza del Ezcritor
de esto no cabe la menor duda
malditos sean si me velan ahí
mucho cuidado con velarme ahí
Ahora bien -ahora mal- ahora
vélenme con los siguientes objetos:
un par de zapatos de fútbol
una bacinica floreada
mis gafas negras para manejar
un ejemplar de la Sagrada Biblia

Gloria al padre
gloria al hijo
gloria al e. s.
vélenme con el Gato Dominó.
la voluntad del muerto que se cumpla

Terminado el velorio
quedan en LIberTad de acciÓn
ríanse -lloren- hagan lo que quieran
eso sí que cuando choquen con una pizarra
guarden un mínimo de compostura:
en ese hueco negro vivo yo.

TEST



Qué es un antipoeta:
Un comerciante en urnas y ataúdes?
Un sacerdote que no cree en nada?
Un general que duda de sí mismo?
Un vagabundo que se ríe de todo
Hasta de la vejez y de la muerte?
Un interlocutor de mal carácter?
Un bailarín al borde del abismo?
Un narciso que ama a todo el mundo?
Un bromista sangriento
Deliberadamente miserable
Un poeta que duerme en una silla?
Un alquimista de los tiempos modernos?
Un revolucionario de bolsillo?
Un pequeño burgués?
Un charlatán?
un dios?
un inocente?
Un aldeano de Santiago de Chile?
Subraye la frase que considere correcta.

Qué es la antipoesía:
Un temporal en una taza de té?
Una mancha de nieve en una roca?
Un azafate lleno de excrementos humanos
Como lo cree el padre Salvatierra?
Un espejo que dice la verdad?
Un bofetón al rostro
Del Presidente de la Sociedad de Escritores?
(Dios lo tenga en su santo reino) 
Una advertencia a los poetas jóvenes?
Un ataúd a chorro?
Un ataúd a fuerza centrífuga?
Un ataúd a gas de parafina?
Una capilla ardiente sin difunto?

Marque con una cruz
La definición que considere correcta.


lunes, 15 de enero de 2018

14 enero 2018























sábado, 6 de enero de 2018

Hace diez años

La vida de Mi padre se extinguió en las últimas horas de un 5 de enero, hace ahora 10 años. A estas horas del día 6, comenzaba esa experiencia para la cual nunca estamos preparados, la de afrontar la partida de un ser querido. Recuerdo un par de idas y venidas hacía y desde el hospital del seguro social, durante aquella noche fatídica. Mientras tanto, hice las llamadas que tenía que hacer, desperté a las personas que debía despertar,  me acompañaba Don Fito, durante las idas y venidas, y Edwin, y Rosa, soportaron a mi lado, la desgracias de afrontar a los burócratas. Diez años han transcurrido, no son nada, como dice la canción. El mundo está igual o peor. El blog que comencé a escribir inmediatamente después de aquellos días de enero, también ha cumplido  diez años, intentando al igual que lo hizo Pedro Guerra, enviar cartas a mi padre, para contarle cómo estaba el mundo  tras su partida. Lo que iba a escribir en este cuaderno, ya está escrito, lo que resta lo escribirán otros.

miércoles, 3 de enero de 2018

Ryszard Kapuscinski: La Guerra del Fútbol II

Por la mañana nos mandaron un avión que debía llevarnos al otro extremo del frente, allí  donde se libraban los más duros combates. La lluvia que había caído durante la noche convirtió la pista  de despegue del aeropuerto militar de Nacaome en un pardo barrizal. El viejo  y descacharrado DC-3, negro por el hollín de sus tubos de escape, aparecía sumergido en el agua como si de un hidroavión se tratara. Tiroteado el día anterior por cazas salvadoreños, tenía el casco lleno de boquetes, tapados  con unos tablones de madera sin pulir. La sola visión de aquellas tablas aterrorizó a los que decían estar enfermos del corazón. Se quedaron en Nacaome para luego regresar a Tegucigalpa.

Los demás si volamos al otro extremo del frente, a Santa Rosa de Copán. Al tomar velocidad para despegar, el avión despedía tanto humo como lo hubiese hecho un cohete emprendiendo el viaje a la luna.  En el aire, chirriaba y crujía mientras daba bandazos de un lado a otro como un borracho azotado por un fuerte viento de otoño.  Ora bajaba en picado, ora se disparaba hacia arriba en un lance a la desesperada, todo menos volar de un modo normal, en línea recta. En el interior del avión, que estaba destinado a transportar mercancias, no había ningún tipo de  banco o butaca. Nos agarrábamos con todas nuestras fuerzas a una barra de hierro para no estrellarnos contra los laterales. Las fuertes ráfagas de viento, que entraban por los anchos boquetes, parecían querer arrancarnos la cabeza: solo los pilotos, dos muchachos jóvenes y despreocupados, nos sonreían a través de los retrovisores la mar de divertidos, como si hibiesen acabado de inventar un juego estupendo.

-Los más importante -me gritaba a voz en cuello Antonio Rodríguez de EFE, en intento de hacerse oir a pesar del rugir de los motores y el ruido del viento- es que  sigan funcionando los motores. ¡Ay madre mía, que sigan funcionando!

En Santa Rosa de Copán (un pueblucho somnoliento, ahora repleto de militares), un camión nos llevó al cuartel, atravezando cellejones llenos de barro. El cuartel se encontraba en una antigua fortaleza española, rodeada por un muro gris e hinchado por la humedad. Cuando penetramos en el interior, en el patio vimos a tres prisioneros heridos que estaban siendo sometidos a un interrogatorio.

-¡Hablen! -rugía el oficial encargado de interrogarlos-, ¡confiésenlo todo!

Debilitados por la pérdida de sangre, los prisioneros apenas si balbuceaban. Desnudos de la cintura para arriba, permanecían de pie, uno con una herida en el vientre, otro en el brazo y el tercero con una mano destrozada por la metralla. El que tenía una herida en el vientre no aguantó mucho  tiempo: entre gemidos, se retorció como si hiciera una pirueta de baile y se desplomó sobre el suelo. Los otros dos enmudecieron, contempando a su compañero con miradas ausentes y  aturdidas.

Un oficial nos condujo ante el comandante de la guarnición. El capitán, pálido y demacrado por el cansancio, no sabía que hacer con nosotros. Ordenó que nos proporcionaran unas camisas militares. Mandó a su ordenanza que trajera café. El comandante temía que en cualquier momento pudieran aparecer unidades salvadoreñas. Santa Rosa estaba situada en el centro de la línea de ataque del enemigo, es decir junto al camino que unía el Atlántico con el Pacífico. El Salvador situado en la costa del Pacífico, ambicionaba conquistar Honduras, bañada por el Atlántico. De conseguirlo, el pequeño El Salvador se habría convertido en una potencia de dos oceanos. El camino más corto al Atlántico conducía precisamente  por el lugar donde nos encontrábamos: pasaba por Ocotepeque, Santa Rosa de Copán, San Pedro Sula, y llegaba a Puerto Cortés. Las avanzadillas blindadas de El Salvador se habían adentrado ya bastantes kilómetros en territorio hondureño. Avanzaban siguiendo la orden. ¡Salir al Atlántico!. ¡Salir a Europa!, ¡salir al mundo!

Su radio repetía: "CUATRO GOLPES, MANO DURA, Y NI RASTRO DE HONDURAS."

Honduras, más pobre y débil, se defendía con uñas y dientes. Por las abiertas ventanas del cuartel se veía como oficiales de alta graduación mandaban al frente nuevos destacamentos. Reclutas muy jóvenes aparecían formados en irregulares filas. Eran unos muchachos de pequeñas estatura y aspecto frágil, morenos, indios todos ellos, y sus rostros expresaban tensión y  miedo al tiempo que valor y determinación. Los oficiales les decían algo mientras señalaban con el brazo horizontes lejanos. Después aparecía un cura que rociaba con agua bendita a los pelotones que iban a la muerte.

Al mediodía y en un camión descubierto, fuimos al fente. Los primeros cuarenta kilómetros transcurrieron en calma. Penetrábamos en unas tierras cada vez más montañosas, en unos cerros verdes cubiertos por la tupida frondosidad de la selva tropical. En sus laderas aparecían chozas de barro abandonadas, algunas calcinadas. En un tramo vimos a todos los habitantes de   una aldea andando, con hatillos al hombro, a lo largo del camino. En otro lugar, un nutrido grupo de hombres vestidos con camisas blancas y tocados  con anchos sombreros nos amenazaban agitando sus machetes y fusiles. Después, a lo lejos, muy lejos, oímos ecos de cañones.

De repente, alcanzamos un punto en el camino donde imperaba un agitación febril. Llegabámos a un prado que penetraba como una cuña en la selva, un lugar al que traían a los heridos. Unos yacían sobre camillas y otros directamente sobre la hierba. Deambulaban entre ellos varios soldados y dos enfermeros; no habia médico. A un lado, cuatro soldados cavaban un hoyo. Los heridos yacían silenciosos, pacientes; se nos antojaba de lo más extraordinario esa paciencia suya, esa capacidad sobrehumana para soportar el dolor, tan característica de los indios. Aquí, nadie gritaba ni pedía auxilio. Los soldados les daban de beber agua, y los enfermeros, muy primitivos, les curaban las heridas, lo mejor que sabían. No me cabía en la cabeza lo que vi a continuación. Uno de los enfermeros, bisturí en mano, iba de un herido a otro y les extraía las balas del cuerpo, como se sacan las pepitas de una manzana. El otro vertía tintura de yodo sobre las heridas y las tapaba con gasas.

En un momento dado, los soldados trajeron en un camión a un campesino herido. Era salvadoreño. La bala se le había incrustado en la rodilla. Le ordenaron tumbarse en la hierba. El campesino descalzo, estaba pálido y ensagrentado. El enfermero removía el bisturí en el interior de su rodilla en un intento de encontrar la bala. El campesino gimió.

-Cállate, pobre diablo -le dijo el enfermero-, no me molestes.

Ayudándose con los dedos, finalmente extrajo la bala. Roció la herida con el yodo y la vendó de cualquier manera.

- Levántate y sube al camión -le dijo un soldado de la escolta-, ¡vamos!

El campesino se puso en pie a duras penas sobre la hierba y se encaminó, cojeando hacia el camión. No dijo ni una palabra, ni un solo gemido salió de su boca.

-¡Arriba! -le ordenó el soldado.

Nos lanzamos en ayuda del campesino, pero el escolta nos rechazó con un culatazo. Ya no era un hombre bueno. Era un soldado en la primera línea del frente , enfurecido y con los nervios alterados. El campesino se agarró con las manos a las altas barras de la caja del camión y se encaramó a la plataforma. Su cuerpo se desplomó sobre ella con estruendo. Pensé que  había muerto. Pero unos instantes después  su cabeza asomaba entre las tablas y un rostro gris, de expresión tensa a la vez que ingenua, esperaba sumiso el siguiente acto del destino.

-Denme un cigarrillo -nos pidió  con un ronco hilo de voz.

Tiramos al interior del camión todos los cigarrillos que llevábamos encima. El  camión se puso en marcha, mientras él reía feliz, tenía tantos cigarrillos que podría satisfacer las ansias de fumar de su pueblo entero.

Entretanto, los enfermeros aplicaban  un gota a gota a un soldado que agonizaba. Muchos curiosos contemplaban la operación. Unos se sentaban alrededor de la camilla en la que se estaba muriendo el herido, otros permanecían de pie, apoyados  sobre sus fusiles. El moribundo tendría unos veinte años. Le habían alcanzado once balas. Si aquellas once balas se hubieran alojado en un cuerpo débil y viejo, el hombre habría dejado de existir en el acto. Pero las balas penetraron en un cuerpo joven,  fuerte, recio,  de  modo que la muerte encontraba un fuerte resistencia. El herido yacía inconsciente , ya al otro lado de la existencia , y sin embargo lo que aún le quedaba de vida libraba, obstinada, su última y desesperada batalla. El soldado estaba desnudo de cintura para arriba, y todos veían como se tensaban sus músculos y las gotas de sudor se deslizaban por su moreno torso. Observando aquellos músculos tensos y los chorros de sudor, todo el mundo podía comprobar con sus propios ojos la encarnizada lucha con que la vida desafiaba a la muerte. Todos seguían con angustioso interés aquel feroz combate, porque querían saber cuánta fuerza había en la vida y cuánta en la muerte. Todos querían saber hastan dónde la vida era capaz  de luchar contra la muerte, y si una vida joven que aún existía y se negaba a rendirse conseguiría ganarle el pulso a la muerte.

-¿Tiene alguna  probabilidad de sobrevivir? -preguntó uno de los soldados.

-Ninguna -repondió el enfermero, sosteniendo en lo alto una botella de suero.

Todo el mundo se sumió en un grave silencio. Violenta y entrecortada, la respiración del herido recordaba la de un corredor de fondo despues de una  carrera agotadara.

-¿Alguno de ustedes lo conocía? -preguntó al cabo de un rato uno de los soldados.

El corazón del herido trabajaba con todas fuerzas, hasta el punto que se oían sus latidos.

-Nadie -le contestó otro de los soldados.

Por el camino subían camiones, los motores rugían. Junto al bosque, cuatro soldados cavaban un hoyo.

-¿Es de los nuestros o es uno de ellos? -preguntó el soldado sentado junto a la camilla.

-No se sabe -le respondió  el enfermero tras unos instantes de silencio.

-Es de su madre -dijo unos de los soldados que permancían de pie  a un lado.

-Ahora ya es de Dios -agregó otro, pasando un rato. Se quitó la gorra y la colgó en el cañón de su fusil.

El cuerpo del herido temblaba, víctima de violentas sacudidas. Bajo la brillante piel morena aún latían sus músculos.

-Qué fuerte es la vida -habló en tono lleno de asombro el soldado que se apoyaba  en su fusil-. Todavía sigue en él. Todavía sigue.

Los demás contemplaban al herido con una expresión de gravedad dibujada en sus rostros. El silencio lo envolvía todo. El moribundo respiraba cada vez más despacio; la cabeza se le caía hacia atrás. Los soldados o se sentaban inmóviles o se arrebujaban los unos contra los otros, como si quisieran conservar un resto del calor ofrecido por un fuego a punto de extinguirse en medio de un campo helado. Al final, aunque esta situación se prolongó durante un buen rato, alguien habló:

-Ahora sí que ya se ha ido. La vida que le quedaba lo ha abandonado.

Contemplándolo, sobrecogidos, permanecieron un rato más junto al muerto, pero al ver que ya no iba  a pasar nada, se dispersaron, cada uno por su lado.

Nosotros seguimos nuestro camino, que ahora bordeaba un cerro cubierto de vegetación. Después de  atravesar un pueblo abandonado, San Francisco, enfilamos un sinuoso camino, erizado de curvas y más curvas. Al salir de una de ellas, nos vimos de repente en pleno caos de la guerra. Soldados disparando y corriendo de un lado para otro, el aire atravesado por el silbido de las balas, ametralladoras apostadas a ambos lados del camino escupiendo largas ráfagas de fuego.  El conductor frenó en seco, y en ese preciso instante, justo delante de nosotros, estalló una granada. Al cabo de un segundo oímos un nuevo silbido y una nueva explosión.  Después otra y otra. ¡Santo cielo!, pensé, esto es el fin. La plataforma de nuestro camión quedó vacía en un abrir y un cerrar de ojos, como si un ciclón nos hubiera barrido de allí. Huimos en desbandada, los unos por encima de los otros, para alcanzar la tierra lo más rápido posible, para rodar hacia una cuneta con tal de desaparecer. Mientras corría vi por el rabillo del ojo cómo el grueso operador de la televisión francesa, conmocionado iba de un lado para otro en una febril búsqueda de su cámara.   Alguien le gritó: "¡Al suelo!", y sólo aquella voz, y no las explosiones de las granadas ni el traqueteo de las ametralladoras, lo devolvió a la realidad; el operador se desplomó sobre la tierra, cayendo como muerto.

Salí disparado hacia donde me parecía que el ruido no era tan intenso, corrí entre los arbustos y la maleza como alma que lleva el diablo, en un desesperado intento de alejarme lo más posible de aquella curva, en la que habíamos caido en medio del fragor de una batalla campal; corrí montaña abajo por la tierra desnuda de la pendiente, tropezando mil veces sobre el barro resbaladizo, soñando con alcanzar el bosque, la tupida selva. Caía, me levantaba y volvía a correr, hasta que oí el estampido de un nuevo tiroteo que estalló delante de  mis narices; las balas silbaban entre las ramas y rugía el fuego que lanzaban las ametralladoras: me tiré al suelo boca abajo, pegándome a la tierra hasta con el último átomo de  mi cuerpo.

Cuando controlé los nervios y me calmé lo suficiente para abrir los ojos, vi un pedazo de tierra por el que caminaban las hormigas.

Caminaban disciplinadas una tras otra por sus múltiples senderos. No era el mejor momento para observar insectos, pero la sola imagen de unas hormigas caminando tan tranquilas, la visión de un mundo diferente, de otra realidad, me devolvió la capacidad de razonar. Pensé que si  conseguía dominar el miedo lo bastante como para ser capaz de taparme por algún tiempo los oídos y dedicarme tan solo a la observación de las hormigas en su afanosa peregrinación, empezaría a racionalizar las cosas con un mínimo de rigor. Pegado  a la tierra entre los matorrales, me tapé los oídos con toda la fuerza que quedaba en mis dedos y observé a las hormigas.

No sé cuanto tiempo permanecí allí, con la nariz pegada a la tierra, pero cuando levanté la cabeza, vi antes mis ojos el rostro de un soldado.

Quedé como paralizado, lo que más me aterraba era caer en manos de los salvadoreños, que no habrían vacilado ni un segundo en matarme. El salvadoreño era un ejército cruel, cegado por su fatuidad, que en la locura de la guerra fusilaba a todo aquel que caía en sus manos. Alimentado por la propaganda hondureña, ésa era al menos mi convicción. Quizás habrían respetado la vida de un norteamericano o un inglés, aunque no necesariamente. El día anterior habíamos visto en Nacaome el cuerpo de un misionero norteamericano masacrado por los salvadoreños.

El soldado estaba tan sorprendido como yo, arrastrándose por la selva, me vio en el último momento. Se acomodó el casco, adornado con hojas y hierba. Tenía un rostro oscuro, ajado y demacrado. En la mano apretaba un viejo máuser.

-¿Quién eres? -me preguntó.

-Y tú, ¿a qué ejército perteneces?

-Honduras -decidió reponderme, porque ya se había dado cuenta de que yo era allí un extraño que no luchaba ni con unos ni con otros.

-¡Honduras! ¡Hermano querido!

Lleno de alegría, saqué un papel del bolsillo. Era un salvoconducto firmado por el comandante en jefe del ejército hondureño, el coronel Ramírez Ortega, dirigido a las unidades destacadas en el frente y autorizándome a permanecer en el frente y autorizándome a permanecer en los territorios donde se desarrollan las operaciones de guerra. Todos los miembros de nuestro grupo de periodistas habíamos recibido uno en Tegucigalpa, antes de  salir al frente.

Le dije al soldado que debía llegar como fuera a Santa Rosa y de allí a Tegucigalpa para enviar un telegrama a Varsovia. Él se mostró muy contento, pues al hacerse una acertada  composición del lugar vió que, esgrimiendo la orden del comandante en jefe del ejército (el ejército obligaba a todos los subordinados a prestarme ayuda), podría valerse de mí para retirarse a la retaguardia.

-Iremos juntos, señor -me dijo-. El señor dirá que me mandó acompañarle.

Era un recluta, un campesino pobre al que habían llamado a filas hacía una semana, que desconocía el ejército y al que la guerra le importaba poco; solo pretendía sobrevivir.

En derredor nuestro estallaban los proyectiles, silbaban las balas, disparaban los cañones,
traqueteaban las ametralladoras; a lo lejos se oían gritos y el olor a humo y pólvora impregnaba el aire.

La compañía a la que pertenecía  mi soldado se dirigía a rastras entre los matorrales hacia la cima de la montaña en la que saliendo de una curva, habíamos caído de lleno en el infierno de la guerra y donde había quedado nuestro camión. Desde  el lugar en el que yacíamos pegados a la tierra se veían las suelas de goma, gruesas y acanaladas, las botas de la compañía arrastrándose, suelas que se deslizaban en la hierba, después se quedaban inmóviles, luego volvían a deslizarse, uno, dos, uno, dos; unos metros hacia adelante y de nuevo un parón: El soldado me dio un golpecito en el hombro y me dijo:

-Señor, ¡mire cuántos  zapatos!

Clavó la vista en las botas de los soldados de la compañía que se arrastraban, entornó los ojos, reflexionando con gravedad acerca de algo que le preocupaba y, finalmente, habló con una voz llena de desazón:

-Toda mi familia anda descalza.

Empezamos a arrastranos por la selva.

El tiroteo amainó por unos instantes, y el soldado se detuvo, cansado. Me dijo con voz jadeante que lo esperara mientras él volvía hasta el lugar donde acababa de producirse el último combate de su compañía. Los vivos seguramente ya se habrían alejado de allí, me dijo, pues tenían la orden de perseguir al enemigo hasta la misma frontera, y en el campo de batalla sólo quedarían los muertos, que ya no necesitaban zapatos. Él iría hasta aquel lugar, descalzaría a algunos muertos, escondería las botas entre los arbustos y señalaría el escondrijo. Cuando terminara la guerra y lo licenciaran, regresaría y calzaría a toda su familia. ya había calculado que por un par de botas de  militares le darían tres pares de zapatos de niño, y él era padre de nueve criaturas.

Por un momento pensé  que se había vuelto loco, y hasta llegué a decirle que  lo tomaba bajo mi mando y que debíamos seguir arrastrándonos sin perder un minuto. Pero el soldado no me prestó la más mínima atención. Obsesionado con los zapatos, ansiaba llegar a la línea de fuego para recoger su botín, toda una fortuna desperdigada entre la hierba, y esconderlo antes de que  lo sepultaran bajo tierra. Para él, sólo ahora la guerra comenzaba a tener sentido, ya tenía un objetivo. Ya sabía lo que quería y lo que debía hacer. Por mi parte, tenía la certeza de que no nos volveríamos a encontrar nunca más si en aquel momento él se marchaba de allí. Por nada del mundo quería quedarme solo en medio de aquel trozo de selva.  Ignoraba quién lo controlaba, desconocía las posiciones de los ejércitos, y tampoco sabía cuál era la mejor dirección que debía tomar. No hay nada peor que  verse solo en una guerra  y en un país extraño. Así que, decidido a no separarme de él, seguí al soldado, siempre a rastras, en dirección al campo de batalla. Llegamos a un lugar en el que se abría un pequeño claro en medio del espesor de la selva desde donde pudimos ver, a través de los troncos y las ramas, el desolador paisaje despues de una batalla. El frente se había desdoblado en dos flancos, los proyectiles estallaban al otro lado de la montaña que se levantaba a nuestra izquierda, mientras que  a nuestra derecha se oía el estruendo de las ametralladoras, que si bien parecía llegar de debajo de la tierra, debía de proceder del desfiladero. Ante nuestra vista apareció un mortero abandonado en medio de un campo sembrado de cadáveres.

Le dije al soldado que ya no daría un paso más. Que hiciese lo que había venido a hacer, no sin tomar las precauciones para no perderse, y que volviera lo más pronto posible. Me dejó su fusil y se lanzó tras su objetivo a grandes zancadas. No lo vi alejarse, sólo pensaba que nos descubrirían de un momento a otro, que alguien saldría de repente de entre los matorrales lanzando una granada.  Con la cabeza hundida en la tierra, una tierra húmeda que olía a podrido y a humo, sentí náuseas. Ojalá no caigamos en una trampa, pensaba, ojalá consigamos alcanzar un mundo más tranquilo. Este soldado mío..., él si que está contento por fin. Los nubarrones que se cernían sobre su cabeza han desaparecido para  que el maná pueda caerle del cielo. Él ya ha ganado su guerra; volverá a su aldea con un saco de zapatos, lo vaciará en medio de la choza y los niños bailarán de alegría.

El soldado trajo su botín y lo escondió entre los arbustos. Se enjugó la cara empapada de sudor y recorrió con la vista varias veces el lugar para no  olvidarlo. Echamos a andar. Lloviznaba, y la niebla envolvía los claros del bosque. No seguíamos una dirección fija, nos limitábamos a mantenernos lo más alejados posible del teatro de operaciones. Debíamos de encontrarnos  a poca distancia de Guatemala. Un poco más lejos estaba México. Y más allá, Estados Unidos. Pero para nosotros, en aquel momento, todos esos países pertenecían a otro planeta, un planeta cuyos habitantes vivían su propia vida y pensaban en asuntos totalmente diferentes. Talvez ni siquiera sabían que aquí teníamos una guerra. No hay guerra que se pueda transmitir a distancia. Una persona que se sienta a la mesa y se pone a comer tan tranquila mientras ve la televisión: en la pantalla, torbellinos de tierra saltan por los aires -corte-, los soldados caen abatidos y se retuercen de dolor, y el espectador pone mala cara y maldice furioso porque, pendiente de la pantalla, ha puesto demasiada sal en la sopa. La guerra vista a distancia y hábilmente manipulada en una mesa de montaje no es más que un espectáculo. En la realidad, el soldado no ve más allá de la punta de su nariz, tiene los ojos cubiertos de polvo e inundado de sudor, dispara a ciegas y se arrastra por la tierra como un topo. Y, sobre todo, tiene miedo.. El soldado destacado en el frente es muy parco en palabras; si se le pregunta, a menudo no contesta, encogiéndose de hombros por toda respuesta. Por regla general, pasa hambre y está muerto de sueño, ignora cuál será la siguiente orden y qué ocurrirá dentro de una hora. La guerra crea una situación en la que uno convive permanentemente con la muerte. Es una experiencia que siempre queda profundamente grabada en la memoria. Más tarde, conforme avanzan los años, el hombre  recurre con una frecuencia cada vez mayor a sus vivencias de la guerra, como si con el paso del tiempo se le multiplicaran los recuerdos, como si hubiera pasado toda su vida en una trinchera.

Mientras atravesábamos sigilosamente el bosque pregunté, al soldado por qué él  y sus compatriotas luchaban contra El Salvador. Me respondió  que no lo sabía, que eran asuntos del gobierno. Le pregunté cómo podía luchar sin saber en nombre de que causa derramaba su sangre. Respondió que viviendo en el campo, más le valía no hacer preguntas. El que pregunta despierta sospechas del alcalde de la aldea. Luego, el alcalde no duda en mandar al curioso a realizar trabajos de la comunidad. Al prestar esos servicios, el campesino se ve abocado a descuidar su terruño y a  su familia, y pasa más hambre que nunca,  que ya es decir. La miseria que azota todos los días ya es suficiente. Hay que vivir de modo  que el nombre de uno nunca llegue a los oídos de las autoridades, del poder.  En cuanto oye un nombre, el poder lo apunta en seguida, y el hombre que lo lleva, una vez identificado, no dejará de tener problemas. Los asuntos del gobierno rebasan la capacidad de la mente de un campesino, pues los gobernantes  tienen conciencia, algo que al campesino  jamás le dará nadie.

Al anochecer caminando por el bosque cada vez más erguidos, porque habían amainado ya los ecos del combate, llegamos a Santa Teresa, una aldea de barro y paja. Acampaba allí un batallón de infantería, diezmado en las luchas que había librado durante todo el día. Agotados y conmocionados por las vivencias del frente, los soldados vagaban entre las chozas, Seguía lloviznando; todos estaban sucios y cubiertos de barro.

Los soldados del puesto de guardia que habíamos encontrado al entrar en la aldea nos  condujeron ante el comandante del batallón. Tras enseñarle el salvoconducto  del jefe del ejército le pedí que  me facilitara el viaje a Tegucigalpa. El buen hombre puso a  mi disposición un coche, no sin advertirme que tendría que esperar hasta la mañana siguiente, porque me resultaría imposible viajar de noche y sin luces por aquellos caminos de montaña, convertidos en un barrizal, que pasaban entre abruptos barrancos. El comandante estaba sentado en una choza vacía y escuchaba la radio. El locutor daba lectura, unos tras otro, a los comunicados del frente. Después oímos  la noticia de que una serie de países de ambos hemisferios habían expresado su deseo de  comenzar negociaciones  con el propósito de poner fin a la guerra entre Honduras y El Salvador. Ya se habían pronunciado sobre la guerra algunos países de Latinoamérica y algunos de Europa y Asia. Se esperaba  una inminente toma de posición  por parte de África. Asimismo se esperaba un comunicado  sobre la postura de Australia y el resto de Oceanía. Llamaba la atención el silencio que guardaban China y Canadá. El silencio de Canadá se explicaba  por el hecho de que Ottawa tenía en el frente a un corresponsal, Charlie Meadows, y no quería que una declaración oficial le complicara la vida o  le dificultara la realización de su comprometida y peligrosa  misión.

A continuación, el locutor leyó una noticia procedente de Cabo Kennedy informando del lanzamiento del cohete Apolo XI. Tres astronautas, Amstrong, Aldrin y Collins, se dirigían hacia la luna. El hombre alcanza las estrellas, descubre mundos  nuevos, planea en la infinitud de la galaxia. Las felicitaciones llegan a Houston de todos los rincones de la tierra, informaba el locutor, la humanidad entera celebra el triunfo de la razón y el pensamiento.

Mi soldado, exhausto después del largo y arduo día, dormitaba en un rincón de la estancia. Lo desperté en la madrugada para anunciarle nuestra partida. El chofer del batallón, vencido por el agotamiento y el sueño, nos llevó a Tegucigalpa en un jeep. Para no perder tiempo, fuimos directo a Correos. Allí, en una máquina prestada, escribí un telegrama que más tarde se publicó en los periódicos polacos. José Malaga lo envió enseguida, sin hacerme  esperar turno, y sin que pasara por la censura militar (de todos modos, el telegrama estaba escrito en polaco).

Mis compañeros regresaban del frente. Cada cual por su lado, porque todos se habían perdido en aquella  curva donde habíamos caído en medio del fuego de la artillería. Enrique Amado de Radio Mundo, había topado  con una patrulla salvadoreña compuesta por tres hombres de la Guardia Rural. Se trata de un grupo de gendarmería privada al servicio de los grandes latifundistas de El Salvador, reclutado entre delincuentes y criminales, tipos muy preligrosos.  Le ordenaron ponerse en la posición de quien va a ser fusilado. Enrique hizo todo lo posible por ganar tiempo: primero rezó un  buen rato y después les pidió permiso para satisfacer una necesidad fisiológica. Sus verdugos estaban viendo a un hombre aterrado de miedo. Después de divertirse un rato, volvieron a ordenarle que se pusiera firma para que pudieran fusilarlo. Pero en ese instante, entre los matorrales, se oyó el tableteo de una ráfaga de ametralladora y uno de los soldados de la patrulla se desplomó sobre el suelo. Los otros dos fueron hechos prisioneros.

La guerra del fútbol duró cien horas. El balance: seis mil muertos, veinte mil heridos. Alrededor de cincuenta mil personas perdieron sus casas y sus tierras. Muchas aldeas fueron arrasadas.

Las hostilidades cesaron gracias a la intervención  de los países de América Latina si bien la frontera entre El Salvador y Honduras sigue siendo, hasta la fecha, escenario de muchas escaramuzas armadas en el curso de las cuales mueren personas y las aldeas se convierten en cenizas.

La verdadera causa de la guerra del fútbol radicaba en lo siguiente: El Salvador, el país más pequeño de América Central, tiene la densidad de población más alta de todo el continente americano (más de 160 personas por kilómetro cuadrado. La gente se agolpa en un espacio tremendamente reducido, máxime cuando la inmensa mayoría de la tierra está en manos de catorce poderosos clanes de terratenientes. Incluso se dice que "El Salvador es la propiedad particular de catorce familias". Mil latifundistas poseen exactamente diez veces más extension de tierra que la que poseen cien mil campesinos juntos. Dos tercios de la población rural no poseen ni un acre. En unas migraciones  que se han prolongado durante años, una buena parte de este campesinado ha emigrado a Honduras, donde había grandes extensiones de tierras sin dueño. Honduras (112,000 kilómetros  cuadrados) es casi seis veces mayor que El Salvador, a tiempo que tiene  una población dos veces menor (alrededor de dos millones y medio de habitantes). Se trataba de una emigración bajo cuerda, ilegal, pero tolerada por el gobierno de  Honduras durante años.

Los campesinos de El Salvador se establecieron en Honduras,  fundaban sus aldeas y llevaban una vida algo mejor que la que dejaban atrás. Su número alcanzó unos trescientos mil.

En los años sesenta se manifestaron los primeros síntomas de malestar entre los campesinos hondureños, que reclamaban tierras en propiedad. El gobierno proclamó un decreto de reforma agraria. Al ser un gobierno al servicio de la oligarquía terrateniente y ejecutor de la voluntad de Estados Unidos, el decreto no preveía ni la fragmentación de los latifundios ni el reparto de las tierras pertenecientes al  trust americano United Fruit, que posee grandes plantaciones bananeras en el territorio de Honduras. El gobierno pretendía entregar a los campesinos hondureños las tierras ocupadas por los campesinos de El Salvador. Eso significaba que trescientos mil emigrantes salvadoreños debían regresar a su país, donde no tenían nada. A su vez, el también oligárquico gobierno de El Salvador, se negó a recibirlos, llevado del temor de una revuela campesina.

El gobierno de Honduras insistía y el gobierno de El Salvador se negaba, Las relaciones entre los dos países se volvieron muy tensas. A ambos lados de la frontera, los periódicos llevaban a cabo una campaña de odio, calumnias e insultos. Mutuamente se tachaban de nazis, enanos, borrachos, sádicos, sabándijas, agresores, ladrones, etc. Organizaban pogromos e incendiaban comercios.

En estas circunstancias les tocó jugar a las selecciones nacionales de fútbol de El Salvador y Honduras. El partido decisivo se jugó en terreno neutral, en México (ganó El Salvador por 3 a 2). Los hinchas de Honduras fueron acomodados en un lado del estadio, y los de El Salvador en el opuesto, sentándose en el medio cinco mil policias mexicanos armados con imponentes porras.

El fútbol ayudó a enardecer aún más los ánimos de chovinismo y de histeria seudopatriótica, tan necesarios para desencadenar la guerra, y fortalecer así el poder de las oligarquías en los dos países.

La guerra terminó en un impasse. La frontera se mantuvo intacta. Es una frontera trazada a ojo en medio de la selva, en un terreno montañoso que reclaman ambos países.

Parte de los emigrantes regresaron a El Salvador, mientras que otros siguen viviendo en Honduras.

 Los dos gobiernos estaban satisfechos de la guerra, porque durante varios días Honduras y El Salvador habían ocupado las primeras planas de la prensa mundial y habían atraido el interés de la opinión pública internacional. Los pequeños países del tercer mundo tienen la posibilidad de despertar un vivo interés sólo cuando se deciden a derramar sangre. Es una triste verdad, pero así es.

1969