domingo, 24 de mayo de 2020

La vuelta al sueño en cuarenta mundos

En el artículo "Giro del mondo in dodici sogni" (la vuelta al mundo en doce sueños), que aparece publicado este día en el diario italiano Repubblica, se resumen algunas de las experiencias oníricas de lectores de varias regiones del mundo en estos tiempos de confinamiento global. Desde siempre, durante los sueños se puede pasar de un estado freudiano de baile de máscaras, a estados menos placenteros en los que pueden aparecer nuestros temores más primitivos.

Algunas imágenes  son recurrentes de acuerdo al artículo, como el temor a tocar o ser tocados por extraños (casi zombies), el miedo a las consecuencias del toque de queda, la aparición de apps sofisticadas post-corona virus, que permitirían calificar el comportamiento social  durante el confinamiento ya sea como "ángel", o como "demonio", huir a Marte, o al fondo del mar, las vacunas, y la mejor de todas, la de un señor que fue invitado por su vecinos a la boda de su gato. Esta última historia me hizo pensar que un día de estos bien podría ser que me vea en sueños en la boda del nieto de mi vecino quien ahora tiene dos años.

Es una lástima que la autora del artículo haya pecado  en exceso de corrección política, quizás un preludio de lo que se nos viene, pero es poco creíble que nadie mencione imágenes freudianas. Por mi parte me declaro libre de culpa, pero no de pecado, ya que lo mejor de mi pesca onírica durante estos dos meses de confinamiento son puras imágenes freudianas. Claro, también me he visto resolviendo mentalmente problemas de circuitos en mis sueños, y eso sin ser una pesadilla, es insomnio en estado de pureza absoluta, y dista mucho de ser un baile de máscaras. Tan solo desearía, además de soñar que estoy en San Isidro,  que alguna de mis imágenes soñadas soñara un poquito conmigo esta noche, como dice Sabina.   


sábado, 2 de mayo de 2020

Inventario

"las puertas del cielo y del infierno, son indénticas y adyacentes"
Nikos Kazantzakis

Hace algún tiempo le escuché decir muy sabiamente a alguien cuyo nombre en este momento no puedo precisar, que la mayoría de personas se vienen a enterar de que no son inmortales cuando rondan los cuarenta. Yo pienso, que en mi caso, exceptuando aquellas ocasiones excepcionales en las que la muerte pasó muy cerca, pero hizo su trabajo y se marchó; y uno que otro ataque de pánico, en medio de la noche, que en alguna ocasión más bien me inspiró un texto no tan malo, bueno exceptuando esas excepciones, valga la redundancia, nunca como en esta época, había tenido tanto tiempo para afrontar mí mortalidad.

Los sesenta y cinco no deberían ser una edad tan mala, al menos intelectualmente uno se siente realmente vivo, y de provecho para los demás. Hasta hace poco, Yo todavía corría tras el autobús, como diría Benedetti; o quizás debería decir, todavía me emborracho, como dice Sabina; pero lo más terrible es que todavía sueño que los sueños todavía son posibles, como diría Yo. Uno de mis grandes héroes, Carl Sagan, murió a esta edad. Apenas si hubo tiempo para terminar "Contact". Suerte la nuestra, que vivimos para presenciar esos sueños imposibles que solo alguien como Sagan pudo soñar. También hasta poco, creía que decir la muerte era como decir los demás; y que lo tuviera que ocurrir era un planeta lejos de aquí, como dice Aute.

En realidad, habiendo nacido en El Salvador rural de mitad de los años cincuenta, debería considerarme muy afortunado de llegar a este punto de la historia. De acuerdo a mi padre, estuve a punto de morir a los dos o tres años de edad, por parásitos. Mi generación presenció de alguna manera,  el asesinato de los Kennedy, el de Luther King,  las noticias de la revolución cubana, el lanzamiento al espacio de Yuri Gagarin, la llegada del hombre a la luna, aunque en El Salvador aquello no fue gran noticia, ya que ocurrió en el tiempo de la guerra con Honduras, y por supuesto la primera clasificación de El Salvador a un Mundial. Con la llegada de los radios portátiles de bajo costo, ni en San Isidro pudimos ser inmunes a The Beatles, ni al rock de finales de los sesenta y comienzos de los setentas. 

Tampoco pudimos ser inmunes a Javier Solis, Felipe Pirela, la Billo´s Caracas Boys, ni a Ray Coniff. Ni mucho menos a la música que sonaba en los bailes del mercado de San Isidro los sábados de pago por la noche. Ni en San Isidro  nos escapamos  tampoco de las noticias de los fraudes electorales de los setentas, ni dejar de constatar que el huevo de la serpiente estaba por eclosionar. El mal se estaba incubando desde hacía casi cincuenta años, y a mi generación,  le reventó en la cara. Para cuando vinieron a suceder fechas como el 30 de julio de 1975, el 28 de febrero de 1977,  el 15 de octubre de 1979,  el 24 de marzo de 1980,  yo todavía era un muchacho que estudiaba ingeniería eléctrica, y a lo mejor quería ser otra cosa. Cuando vinieron a suceder fechas como el 10 de octubre de 1986, o el 16 de noviembre de 1989, yo ya había comenzado mis pasos como docente.

En comparación a mi vida anterior, se puede decir que los últimos 27 años habían sido relativamente tranquilos. Pocos sustos, como el accidente en el que mi vi involucrado en el año 2000, mientras viajaba de pasajero sobre la carretera hacía Santa Tecla, cuando otro vehículo que salió de la Jerusalem, nos golpeó en la esquina trasera izquierda.  Menos de un año después, sucedió el gran terremoto de 2001. Aquel sábado 13 de enero, había traído a mi padre a pasar consulta con el médico. Don Fito era el conductor. En la ruta desde el occidente, pasamos por las Delicias, eso debe haber sido unas dos horas antes del terrémoto. De regreso, hicimos una parada en la zona del redondel Beethoven, para comprar medicinas para mi padre, y también aproveché para pasar al super Europa, ya que a la hora de almuerzo estaríamos en San Isidro. A punto de pagar estaba en el Super, cuando la cajera dijo -está temblando, el resto es historia.  Mi padre se vió forzado a permanecer toda la semana siguiente fuera de San Isidro. Aquella sería la última vez de pasar un tiempo juntos.

Así llegamos de nuevo a la edad media, con una peste digna de los relatos de Bocaccio, desatando los mismos temores ancestrales que no se veían desde 1918. Lo que sea que siga despues de este tiempo, será un mundo de ciencia ficción. Hay varios mundos posibles, pero como diría Kazantzakis "las puertas del cielo y del infierno, son indénticas y adyacentes".  Mientras tanto, seguimos confinados, más conscientes que nunca de nuestra mortalidad y sobretodo de nuestra fragilidad, como individuos y como especie.  Queda por ver si el día después de mañana (si es que hay  day after tomorrow), optamos por la puerta correcta. No es inusual en estos días, experimentar la misma sensación que debe haber experimentado el personaje principal del film "El Séptimo Sello" de Bergman, un caballero que regresa de las cruzadas y encuentra su región desolada por una pandemia. En medio de aquel infierno, nuestro personaje reconoce la figura de la muerte, y además intuye su propósito. El caballero reta a la muerte a jugar una partida de ajedrez con el propósito de ganar tiempo para poner sus asuntos en orden. Tratar de ganar tiempo frente a un rival semejante es un acto tan desesperado, cómo inútil. El tiempo ganado por el caballero de Bergman, en realidad es tiempo concedido por un rival omnipotente. Así me siento en este momento, justamente como el caballero de Bergman.