lunes, 24 de marzo de 2014

Hace 34 años

Hace 34 años, el 24 de marzo también fue Lunes. Apenas un día antes, Monseñor habría pronunciado su  última homilía, con la que según algunos firmó su sentencia de muerte, pero siguiendo en el relato original, el reloj pasaba ya de las seis de la tarde, y me encontraba en la Universidad de El Salvador, en un examen parcial de una asignatura -sistemas digitales- que cursaba en aquel tiempo. A esa hora, en los altavoces de los estudiantes de la facultad de Ingeniería y Arquitectura, se escuchó la noticia del asesinato de Monseñor Romero. En ese momento, se desató el sálvese quién pueda,  y aquel fue un examen parcial que nunca pudimos concluir.

Recuerdo haber abandonado el campus en compañía de Mario, un estudiante chapín que se radicó en nuestro país, y Neto, uno de mis compañeros de estudio, entrañable, quien murió de cancer hace unos 25 años. Mario tenía un Corola, y al nomás salir de la universidad nos percátamos del riesgo significativo de que el carro en el que viajabámos terminara convertido en barricada.  Mario y Neto iban hasta Santa tecla, de manera que el "ride" hasta Merliot, era  providencial. Mientras duró el viaje, no decíamos nada, pero la tensión se podía cortar con tijeras.

Al llegar a la casa en la que vivía con mi hermana, la desolación había tomado la palabra. A pesar de que estábamos presenciando la culminación de la crónica de una muerte anunciada, a pesar de eso y muchas otras cosas, nada nos había preparado para lo que recién empezaba aquel día. En el noticiero Teleprensa pudimos ver las declaraciones de Monseñor Ricardo Urioste  desde el hospital de la Divina Providencia. Por alguna razón, algunas de sus palabras,  quedaron grabadas para siempre en mi memoria:  "Y esa es la razón de su asesinato, el haber querido la justicia, el haber querido la paz. Por eso repito que todo el pueblo bueno de El Salvador está de luto, hay quienes no lo están, sino que están de gozo. Esa es una gracia negra, ese es el pecado mayor que en este país se ha cometido"


El domingo siguiente iniciaba la semana santa, y durante toda la semana previa al domingo de ramos, estuve evaluando -una y otra vez- la posibilidad de ir a visitar la capilla ardiente en catedral y tomar algunas fotografías, pero la tensión del momento me obligó a diferir una y otra vez la aquella visita, ya que cada vez que repasaba mentalmente la logística de ir a catedral -en autobus- y volver a la universidad, en aquellas circunstancias, la prudencia me decía que no era tan buena idea. Sin embargo, la prudencia me abandonó el día del funeral: el domigo de ramos. De todos los días que pude haber escogido para rendirle tributo a Monseñor, escogí el más dramático de todos, el resto es historia.










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