jueves, 23 de noviembre de 2017

El patriarca en su laberinto (Macondo)

Cuando aquellas estructuras comenzaron a inundar  el paisaje, cuál molinos de viento, nos dimos cuenta que habíamos llegado a Macondo, al menos a su última encarnación. Estos armatostes a los que algunos lugareños llaman árboles, mientras otros prefieren callar, y que en realidad son los molinos de viento de Cervantes, están saturados de pequeños bombillos incandescentes propios de la época en la que los focos LED navideños, aún no habían sido inventados. Es una ocurrencia de la primera dama- nos dijeron -el hombre no tiene nada que ver, él simplemente financia su construcción. El empeño de las cuadrillas de trabajadores, afanados en construir los altares navideños encargados por la Doña a lo largo de la calle principal de Macondo, justamente la calle que lleva hasta el malecón en el que se posan las tres carabelas encalladas en la playa sin agua de la novela del Gabo, compite con el horizonte plagado de molinos de viento. Y tras las cuadrillas de los altares, hacen cola los trabajadores de las cuadrillas de los nacimientos, en una especie de historia sin fin. Solo faltan los vendedores de pescaditos de plata, los rótulos para combatir la epidemia del sueño y el olvido, y la tienda de Melquíades, con la fila de curiosos que pagan para tocar el hielo. Todas las excentricidades tienen un límite, y esto lo saboreó en carne propia el patriarca en el otoño del Gabo, cuando durante la ceremonia en la que los gringos lo condecoraban en agradecimiento por haberles vendido a precio de regalo toda el agua del mar, olvidó que su madre se había mudado a la casa presidencial, junto a sus chunches viejos, y sin que nadie pudiera evitarlo, ella tomó la palabra y dijo que de haber sabido que su hijo llegaría a presidente, lo habría enviado a la escuela. Cosas veredes amigo Sancho.


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