lunes, 14 de abril de 2014

Acerca de los Placeres Peligrosos del Amor Domesticado

Por Gabriel García Márquez

No había nadie más elegante que ella para dormir, con un escorzo de danza y una mano sobre
la frente, pero tampoco había nadie más feroz cuando le perturbaban la sensualidad de creerse
dormida cuando ya no lo estaba. El doctor Urbino sabía que ella permanecía pendiente del
menor ruido que él hiciera, y que inclusive se lo habría agradecido, para tener a quien echarle
la culpa de despertarla a las cinco del amanecer. Tanto era así, que en las pocas ocasiones en
que tenía que tantear en las tinieblas porque no encontraba las pantuflas en el lugar de siempre, ella decía de pronto con voz de entresueños: “Las dejaste anoche en el baño”. Enseguida, con la voz despierta de rabia, maldecía:

— La peor desgracia de esta casa es que no se puede dormir.

Entonces se volteaba en la cama, encendía la luz sin la menor clemencia consigo misma, feliz
con su primera victoria del día. En el fondo era un juego de ambos, mítico y perverso, pero
por lo mismo reconfortante: uno de los tantos placeres peligrosos del amor domesticado. Pero
fue por uno de esos juegos triviales que los primeros treinta años de vida en común estuvieron
a punto de acabarse porque un día cualquiera no hubo jabón en el baño.

Empezó con la simplicidad de rutina. El doctor Juvenal Urbino había regresado al dormitorio,
en los tiempos en que todavía se bañaba sin ayuda, y empezó a vestirse sin encender la luz.
Ella estaba como siempre a esa hora en su tibio estado fetal, los ojos cerrados, la respiración
tenue, y ese brazo de danza sagrada sobre la cabeza. Pero estaba a medio sueño, como
siempre, y él lo sabía. Al cabo de un largo rumor de almidones de linos en la oscuridad, el
doctor Urbino habló consigo mismo:

— Hace como una semana que me estoy bañando sin jabón — dijo.

Entonces ella acabó de despertar, recordó, y se revolvió de rabia contra el mundo, porque en
efecto había olvidado reponer el jabón en el baño. Había notado la falta tres días antes,
cuando ya estaba debajo de la regadera y pensó reponerlo después, pero después lo olvidó
hasta el día siguiente. Al tercer día le había ocurrido lo mismo. En realidad no había
transcurrido una semana, como él decía para agravarle la culpa, pero sí tres días
imperdonables, y la furia de sentirse sorprendida en falta acabó de sacarla de quicio. Como
siempre, se defendió atacando:

Pues yo me he bañado todos estos días — gritó fuera de sí— y siempre ha habido jabón.

Aunque él conocía de sobra sus métodos de guerra, esa vez no pudo soportarlos. Se fue a vivir
con cualquier pretexto profesional en los cuartos de internos del Hospital de la Misericordia, y
sólo aparecía en la casa para cambiarse de ropa al atardecer antes de las consultas a domicilio.
Ella se iba para la cocina cuando lo oía llegar, fingiendo hacer cualquier cosa, y allí
permanecía hasta sentir en la calle los pasos de los caballos del coche. Cada vez que trataron
de resolver la discordia en los tres meses siguientes, lo único que lograron fue atizarla. Él no
estaba dispuesto a volver mientras ella no admitiera que no había jabón en el baño, y ella no
estaba dispuesta a recibirlo mientras él no reconociera haber mentido a conciencia para
atormentarla.

El incidente, por supuesto, les dio oportunidad de evocar otros, muchos otros pleitos
minúsculos de otros tantos amaneceres turbios. Unos resentimientos revolvieron los otros,
reabrieron cicatrices antiguas, las volvieron heridas nuevas, y ambos se asustaron con la
comprobación desoladora de que en tantos años de lidia conyugal no habían hecho mucho
más que pastorear rencores. Él llegó a proponer que se sometieran juntos a una confesión
abierta, con el señor arzobispo si era preciso, para que fuera Dios quien decidiera como
árbitro final si había o no había jabón en la jabonera del baño. Entonces ella, que tan buenos
estribos tenía, los perdió con un grito histórico:

— ¡A la mierda el señor arzobispo!

El improperio estremeció los cimientos de la ciudad, dio origen a consejas que no fue fácil
desmentir, y quedó incorporado al habla popular con aires de zarzuela: “¡A la mierda el señor
arzobispo!”. Consciente de que había rebasado la línea, ella se anticipó a la reacción que
esperaba del esposo, y lo amenazó con mudarse sola a la antigua casa de su padre, que todavía
era suya, aunque estaba alquilada para oficinas públicas. No era una bravata: quería irse de
veras, sin importarle el escándalo social, y el marido se dio cuenta a tiempo. Él no tuvo valor
para desafiar sus prejuicios: cedió. No en el sentido de admitir que había jabón en el baño,
pues habría sido un agravio a la verdad, sino en el de seguir viviendo en la misma casa, pero
en cuartos separados, y sin dirigirse la palabra. Así comían, sorteando la situación con tanta
destreza que se mandaban recados con los hijos de un lado al otro de la mesa, sin que éstos se
dieran cuenta de que no se hablaban.

Como en el estudio no había baño, la fórmula resolvió el conflicto de los ruidos matinales,
porque él entraba a bañarse después de haber preparado la clase, y tomaba precauciones reales
para no despertar a la esposa. Muchas veces coincidían y se turnaban para cepillarse los
dientes antes de dormir. Al cabo de cuatro meses, él se acostó a leer en la cama matrimonial
mientras ella salía del baño, como ocurría a menudo, y se quedó dormido. Ella se acostó a su
lado con bastante descuido para que despertara y se fuera. Él despertó a medias, en efecto,
pero en vez de levantarse apagó la veladora y se acomodó en su almohada. Ella lo sacudió por
el hombro para recordarle que debía irse al estudio, pero él se sentía tan bien otra vez en la
cama de plumas de los bisabuelos, que prefirió capitular:

— Déjame aquí — dijo— . Sí había jabón.

Cuando recordaban este episodio, ya en el recodo de la vejez, ni él ni ella podían creer la
verdad asombrosa de que aquel altercado fue el más grave de medio siglo de vida en común, y
el único que les inspiró a ambos el deseo de claudicar, y empezar la vida de otro modo. Aun
cuando ya eran viejos y apacibles se cuidaban de evocarlo, porque las heridas apenas
cicatrizadas volvían a sangrar como si fueran de ayer.

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