La última vez que compartí algún tiempo junto a mi Padre fue a causa del terremoto del 2001. Nos encontrábamos juntos a la hora del temblor. Apenas una hora antes habíamos pasado por la colonia Las Colinas, que se convertiría en símbolo de la tragedia. Ese día decidimos que nuestra ruta fuera ésa, camino a su habitual cita con el doctor Antonio Figueroa. Era un sábado y seguramente que ya habíamos consultado -con la secretaria del médico- la hora más conveniente, ya que ese día el número de pacientes era bastante limitado.
La consulta propiamente dicha transcurrió rápidamente; pero debido a que con el paso de varios años de relación médico-paciente, se fue estableciendo una
simpatía mutua. El complemento de la consulta había llegado a ser la parte más
importante de las visitas. La conversación se extendía todo el tiempo que la
demanda de pacientes en la clínica permitía. Aquel trece de enero, por fortuna
éramos los únicos, o los últimos visitantes de la clínica y la conversación se
extendió casi media hora. Este hecho fue providencial, ya que salimos de la
clínica después de las once y cuarto.
El plan era regresar inmediatamente a San Isidro y almorzar
en casa de mi padre. En la ruta de regreso nos detuvimos en una farmacia en las
inmediaciones del redondel Beethoven y después de comprar las medicinas, decidí
ir por queso y cervezas al supermercado Europa de esa zona (que ahora ya no
existe). Me encontraba pagando mis compras cuando la cajera exclamó- ¡está
temblando! No hubo tiempo para más, recuperé mi tarjeta de crédito, abandoné
mis Heineken y me puse a salvo.
Pienso que durante los segundos más intensos del sismo, yo
me concentré en volver al auto en donde se encontraba mi padre con Don Fito,
por esta razón no recuerdo gran cosa de esos segundos. Cuando nos encontramos,
mi padre estaba conmocionado, pero a la vez emocionado en el buen sentido, ya
que podía añadir un terremoto más a su currículum vitae. Dentro del auto me
relató los pormenores de lo vivido a la hora del terremoto, el movimiento de
los cables de electricidad y teléfono.
Decidimos movernos inmediatamente y regresar a mi habitación
en la zona conocida como Ciudad Merliot. Yo recordé en ese momento el terremoto
del 86. En los minutos inmediatos a un sismo, el tráfico se paraliza durante
quince o veinte minutos como máximo, pero en menos de media hora llega el caos,
ya que tras la conmoción inicial, todo el mundo intenta ir a casa y como
siempre sucede, la electricidad se interrumpe por horas o días, por lo tanto no
hay semáforos.
Subimos por el Paseo Escalón, hasta el redondel Masferrer y
ya a esa hora todo el mundo había abandonado los edificios y trataban de llegar
a espacios abiertos. Eran los minutos de toma de conciencia de la realidad -para
ellos y para nosotros-. A medida que avanzábamos, nuestra percepción de lo
ocurrido iba cambiando; gente llorando, vidrios rotos, postes dañados y más
preocupante aún; una nube de polvo o humo que bajaba en ese momento desde el
volcán de San Salvador. Al acercarnos a la zona del mercadito de Antiguo
Cuscatlán pudimos contemplar otra nube de polvo sobre Santa Tecla. En ese
momento no sabíamos su origen, pero en los días siguientes quedó claro que esa
nube provenía de la colonia Las Colinas.
Yo sabía que el deseo de mi padre era volver inmediatamente
a San Isidro, ya que él estaba angustiado por lo que podía haber ocurrido en su
casa. Inicialmente lo convencí de que nos detuviéramos para mientras en la casa
de Ciudad Merliot, usé como argumento el hecho de qué durante el último siglo,
la mayoría de terremotos habían afectado pequeñas zonas del país,
principalmente San Salvador. Sin embargo, aquel para mientras duraría más de
una semana. Aquella tarde fue de incertidumbre, ya que después de una
catástrofe de semejante magnitud, los servicios esenciales y las comunicaciones
se paralizan.
Afortunadamente -para los que sobrevivimos- el agua y la
electricidad se restablecieron el mismo día. Las comunicaciones también se
restablecieron gradualmente y con ellas comenzaron a llegar las noticias que
describían la verdadera magnitud de lo ocurrido. Al mismo tiempo de manera
subterránea comenzaban a llegar rumores y leyendas urbanas y todo esto
combinado con la imagen que aquel sábado trece de enero contemplábamos del
volcán de San Salvador, con una enorme nube negra emanando del cráter principal.
Todo esto no daba lugar a buenos augurios.
Por la tarde Rosa, su mujer, logró llamar desde San Isidro y eso fue un
alivio para mi padre, ya que al menos eso significaba que se encontraban a
salvo y que la casa estaba todavía en pie. Sin embargo, esta noticia también
fue la confirmación de que este terremoto había sido diferente a todos los
anteriores; había muchas casas dañadas en San Isidro y en todo El Salvador. Esa
tarde las réplicas del terremoto se encargaron de recordarnos que aún no
estábamos a salvo. Decidimos, desde la primera noche, dormir en la sala, y
mantener medio abierta la puerta del patio. Tras cada réplica, yo alertaba a mi
padre, o él a mí, y nos quedábamos platicando para alejar el miedo. Así
transcurrieron esos días de enero del 2001.
Desde que regresé de Italia, no habíamos tenido tanto tiempo para estar a solas sin interferencias. Como dice Silvio Rodríguez: “lo más terrible se aprende enseguida, y lo hermoso nos cuesta la vida”. De ser más sabios, Uno haría esto en circunstancias en las que el miedo, no le impida disfrutar de la belleza de pasar ocho días platicando con su padre; pero teníamos mucho miedo y eso es decir bastante. Uno nunca sabe que esa vez es la última vez. Por lo demás, la vida te brinda todo tipo de excusas: tu trabajo, el tiempo que nunca alcanza, etc. Pero al final, uno sabe que solo son excusas. Así transcurrieron esos días de enero del dos mil uno, que no solamente nos dejaron el recuerdo de un terremoto terrible; sino también el inicio de la dolarización.
En algún momento descubrí que tenía una reserva de ron Flor de Caña nicaragüense y desde ese momento acompañé cada réplica con un sencillo de ron. A veces pienso que esa mezcla de sensaciones; las réplicas, el ron, el ver las noticias como hipnotizados, a lo mejor provocan que los detalles de lo ocurrido en esa semana que pasamos juntos se pierdan en esa niebla difusa que se llama olvido. Sin embargo, algo quedó a salvo del olvido. Recuerdo que el sábado siguiente -es decir el veinte de enero- en uno de los canales de la televisión local, pasaban una vieja película mejicana y de repente me percaté que mi padre sollozaba, o lloraba casi en silencio. Le pregunté- ¿se siente bien? - mi padre no respondió. En la pista sonora de la película, sonaba “La Golondrina”; una nostalgia que mi padre había heredado del abuelo, y que yo a un año de su partida, por fin he logrado escuchar sin sufrirla, como él la sufría.
No hay comentarios:
Publicar un comentario