lunes, 21 de abril de 2014

Se necesita un escritor


Las manos de Gabriel García Márquez, fotografiadas para el libro 'Rebeldía de Nobel', de Xavi Ayén. / Kim Manresa


Me preguntan con frecuencia qué es lo que me hace más falta en la vida, y siempre contesto la verdad: "Un escritor". El chiste no es tan bobo como parece. Si alguna vez me encontrara con el compromiso ineludible de escribir un cuento de quince cuartillas para esta noche, acudiría a mis incontables notas atrasadas y estoy seguro de que llegaría a tiempo a la imprenta. Tal vez sería un cuento muy malo, pero el compromiso quedaría cumplido, que al fin y al cabo es lo único que he querido decir con este ejemplo de pesadilla. En cambio, no sería capaz de escribir un telegrama de felicitación ni una carta de pésame sin reventarme el hígado durante una semana. Para estos deberes indeseables, como para tantos otros de la vida social, la mayoría de los escritores que conozco quisieron apelar a los buenos oficios de otros escritores. Una buena prueba del sentido casi bárbaro del honor profesional lo es sin duda esta nota que escribo todas las semanas, y que por estos días de octubre va a cumplir sus primeros dos años de sociedad. Sólo una vez ha faltado en este rincón, y no fue por culpa mía: por una falla de última hora en los sistemas de transmisión. La escribo todos los viernes, desde las nueve de la mañana hasta las tres de la tarde, con la misma voluntad, la misma conciencia, la misma alegría y muchas veces con la misma inspiración con que tendría que escribir una obra maestra. Cuando no tengo el tema bien definido me acuesto mal la noche del jueves, pero la experiencia me ha enseñado que el drama se resolverá por sí solo durante el sueño y que empezará a fluir por la mañana, desde el instante en que me siente ante la máquina de escribir. Sin embargo, casi siempre tengo varios temas pensados con anticipación, y poco a poco voy recogiendo y ordenando los datos de distintas fuentes y comprobándolos con mucho rigor, pues tengo la impresión de que los lectores no son tan indulgentes con mis metidas de pata como tal vez lo serían con el otro escritor que me hace falta. Mi primer propósito con estas notas es que cada semana les enseñen algo a los lectores comunes y corrientes, que son los que me interesan, aunque esas enseñanzas les parezcan obvias y tal vez pueriles a los sabios doctores que todo lo saben. El otro-propósito -el más difícil- es que siempre estén tan bien escritas como yo sea capaz de hacerlo sin la ayuda del otro, pues siempre he creído que la buena escritura es la única felicidad que se basta de sí misma.

Esta servidumbre me la impuse porque sentía que entre una novela y otra me quedaba mucho tiempo sin escribir, y poco a poco -como los peloteros- iba perdiendo la calentura del brazo. Más tarde, esa decisión artesanal se convirtió en un compromiso con los lectores, y hoy es un laberinto de espejos del cual no consigo salir. A no ser que encontrara, por supuesto, al escritor providencial que saliera por mí. Pero me temo que ya sea demasiado tarde, pues las tres únicas veces en que tomé la determinación de no escribir más estas notas me lo impidió, con su autoritarismo implacable, el pequeño argentino que también yo llevo dentro.

La primera vez que lo decidí fue cuando traté de escribir la primera, después de más de veinte años de no hacerlo, y necesité una semana de galeote para terminarla. La segunda vez fue hace más de un año, cuando pasaba unos días de descanso con el general Omar Torrijos en la base militar de Farallón, y estaba el día tan diáfano y tan pacífico el océano que daban más ganas de navegar que de escribir. "Le mando un telegrama al director diciendo que hoy no hay nota, y ya está", pensé, con un suspiro de alivio. Pero no pude almorzar por el peso de la mala conciencia y, a las seis de la tarde, me encerré en el cuarto, escribí en una hora y media lo primero que se me ocurrió y le entregué la nota a un edecán del general Torrijos para que la enviara por télex a Bogotá, con el ruego de que la mandaran desde allí a Madrid y a México. Sólo al día siguiente supe que el general Torrijos había tenido que ordenar el envío en un avión militar hasta el aeropuerto de Panamá, y, desde allí, en helicóptero, al palacio presidencial, desde donde me hicieron el favor de distribuir el texto por algún canal oficial.

La última vez, hace ahora seis meses, cuando descubrí al despertar que ya tenía madura en el corazón la novela de amor que tanto había anhelado escribir desde hacía tantos años, y que no tenía otra alternativa que no escribirla nunca o sumergirme en ella de inmediato y de tiempo completo. Sin embargo, a la hora de la verdad, no tuve suficientes riñones para renunciar a mi cautiverio semanal, y por primera vez estoy haciendo algo que siempre me pareció imposible: escribo la novela todos los días, letra por letra, con la misma paciencia, y ojalá con la misma suerte con que picotean las gallinas en los patios, y oyendo cada día más cerca los pasos temibles de animal grande del próximo viernes. Pero aquí estamos otra vez, como siempre, y ojalá para siempre. Ya sospechaba yo que no escaparía jamás de esta jaula desde la tarde en que empecé a escribir esta nota en mi casa de Bogotá y la terminé al día siguiente bajo la protección diplomática de la embajada de México; lo seguí sospechando en la oficina de Telégrafos de la isla de Creta, un viernes del pasado julio, cuando logré entenderme con el empleado de turno para que transmitiera el texto en castellano. Lo seguí sospechando en Montreal, cuando tuve que comprar una máquina de escribir de emergencia porque el voltaje de la mía no era el mismo del hotel. Acabé de sospecharlo para siempre hace apenas dos meses, en Cuba, cuando tuve que cambiar dos veces las máquinas de escribir porque se negaban a entenderse conmigo. Por último, me llevaron una electrónica de costumbres tan avanzadas que terminé escribiendo de mi puño y letra y en un cuaderno de hojas cuadriculadas, como en los tiempos remotos y felices de la escuela primaria de Aracataca. Cada vez que me ocurría uno de estos percances apelaba con más ansiedad a mis deseos de tener alguien que se hiciera cargo de mi buena suerte: un escritor.

Con todo, nunca he sentido esa necesidad de un modo tan intenso como un día de hace muchos años en que llegué a la casa de Luis Alcoriza, en México, para trabajar con él en el guión de una película. Lo encontré consternado a las diez de la mañana, porque su cocinera le había pedido el favor de escribirle una carta para el director de la Seguridad Social. Alcoriza, que es un escritor excelente, con una práctica cotidiana de cajero de banco, que había sido el escritor más inteligente de los primeros guiones para Luis Buñuel y, más tarde, para sus propias películas, había pensando que la carta sería un asunto de media hora. Pero lo encontré, loco de furia, en medio de un montón de papeles rotos, en los cuales no había mucho más que todas las variaciones concebibles de la fórmula inicial: por medio de la presente, tengo el gusto de dirigirme a usted para... Traté de ayudarlo, y tres horas después seguíamos haciendo borradores y rompiendo papel, ya medio borrachos de ginebra con vermouth y atiborrados de chorizos españoles, pero sin haber podido ir más allá de las primeras letras convencionales. Nunca olvidaré la cara de misericordia de la buena cocinera cuando volvió por su carta a las tres de la tarde y le dijimos sin pudor que no habíamos podido escribirla. "Pero si es muy fácil", nos dijo, con toda su humildad. "Mire usted". Y entonces empezó a improvisar la carta con tanta precisión y tanto dominio que Luis Alcoriza se vio en apuros para copiarla en la máquina con la misma fluidez con que ella la dictaba. Aquel día -como todavía hoy- me quedé pensando que tal vez aquella mujer, que envejecía sin gloria en el limbo de la cocina, era el escritor secreto que me hacía falta en la vida para ser un hombre feliz.


domingo, 20 de abril de 2014

Viernes Santo
























jueves, 17 de abril de 2014

Algo como el Amor sin los Problemas del Amor

Buscando recopilar  los lugares comunes  que recordaba de mi última lectura de "El Amor en Tiempos del Cólera", me sumergí de nuevo en el universo del Gabo dispuesto a cazar de una vez por todas los dichos que recordaba y los que no recordaba. De una aventura semejante en el universo de la nostalgia literaria, el mayor peligro es comprobar que las cosas casi nunca son como uno las recuerda.

Durante mucho tiempo yo habría estado dispuesto a declarar ante notario que en algún pasaje de aquel libro estaba escrito "la nostalgia borra el olor a mierda", pero tras una expedición de varios días en el universo mágico  confieso con consternación que sigo sin encontrarla.  También están otras dos frases memorables distorsionadas probablemente por  el recuerdo atragantado de la versión en italiano con olor a libreria Feltrinelli que me bebí en Bologna:"Hay que tener dos casas, una para vivir y otra para esconder el desorden" y "Hay que tener dos amores un amor que te cuide y otro que quiera".

Otra estocada punzante fue la comprobar que en la historia de Florentino Ariza -que no le pagaba un acto de amor a ninguna- con Andrea - quien no la hacía de gratís ni con el marido-  la versión distorsionada del pacto de amantes que yo recordaba -según la cual el dinero de cada polvo lo depositaban en una alcancía y lo donaban para obras de caridad- también era producto de mi nostalgía.

Debo decir a mi favor  que casi siempre  lo que yo recordaba no es lo mismo pero es igual a lo que está escrito. Tampoco he podido comprobar que el "café con sabor a petróleo" aparezca tal como yo la recordaba, en cambio si aparece la "tisana de manzanilla con sabor a ventana". Aparecen otras imágenes tales como el "el dulce andar de venada" que le atribuía a Fremina Daza, que me revienta en la cara para recordarme las no no pocas veces que la vida  imita al arte.


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"Andar de venada"
  
"Carne de convento"

"Patria de escombros"

“Eructo arenoso”

“Se murieron los muertos”.

 "Fósil de un pensamiento"

"Paciencia mineral"
"Formalismos litúrgicos."

 "Lluvia perpetua" 

"Grosería homérica "

"Escalofrío de las vísceras"

"Aristocracia de mostrador" 
   
Infieles, pero no desleales

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"Lo que le faltaba por la edad le alcanzaba por el carácter y le sobraba por la diligencia"

"La sabiduría nos llega cuando ya no sirve para nada"

"El mundo está dividido entre los cagan bien y los que cagan mal"

“La gente que uno quiere debería morirse con todas sus cosas”.

"Desde que yo soy yo, en las ciudades no nos matan con tiros sino con decretos."

“Lo único peor que la mala salud es la mala fama”.

"Dígale que se lo juro por la diosa coronada."

“Como un murciélago en las tinieblas”

"Las cocadas de piña para las niñas, las de coco para los locos, las de panela para Micaela."

"La memoria del corazón elimina los malos recuerdos y magnifica los buenos, y que gracias a ese artificio logramos sobrellevar el pasado." -Este es el dicho que yo insisto en seguir recordando como "la memoria borra el olor a mierda".

“Lo único que me duele de morir es que no sea de amor.”

 “Un hombre sabe cuando empieza a envejecer porque empieza a parecerse a su padre”.

"A la vida no la enseña nadie."

“O se nace sabiendo o no se sabe nunca: Amor del alma de la cintura para arriba y amor del cuerpo de la cintura para abajo”

"Los hijos no se quieren por ser hijos sino por la amistad de la crianza".

“El problema del matrimonio es que se acaba todas las noches después de hacer el amor, y hay que volver a reconstruirlo todas las mañanas antes del desayuno”.

“El problema de la vida pública es aprender a dominar el terror, el problema de la vida conyugal es aprender a dominar el tedio”.

 “Esta vaina sabe a ventana

“Uno necesitaría dos esposas, una para quererla, y otra para que le pegue los botones”.

"La sola idea le alborotó las querencias".

" Más vale llegar a tiempo que ser invitado."

 — ¡Dios mío, esto es más largo que un dolor!
 
“Al pobre y al feo, todo se les va en deseo”

— La única frustración que me llevo de esta vida es la de haber cantado en tantos entierros, menos en el mío.

“El corazón tiene más cuartos que un hotel de putas”.

— Estás como para un entierro — le dijo ella

“Lo más importante de un buen matrimonio no es la felicidad sino la estabilidad”.

“Uno viene al mundo con sus polvos contados, y los que no se usan por cualquier causa, propia o ajena, voluntaria o forzosa, se pierden para siempre”.



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— Qué manera más absurda de morirse — dijo ella. — La muerte no tiene sentido del ridículo — dijo él, y agregó con pena— : sobre todo a nuestra edad.

— No me haga esto, doctor — le imploró— . Dos meses de los míos son como diez años de los
suyos.

Los idiomas hay que saberlos cuando uno va a vender algo — decía con risas de burla— . Pero cuando uno va a comprar, todo el mundo le entiende como sea.”

— Aprovecha ahora que eres joven para sufrir todo lo que puedas — le decía—, que estas cosas no duran toda la vida.

Me tratas como si fuera uno más”. Ella soltaba Una risa de hembra libre, Y decía: “Al contrario, como si fueras uno menos”.


La dejó perdida en un limbo de novia burlada. O de soltera usada, como se decía entonces.

“Imagínate cómo se sentiría tu madre si supiera que eres requerida por un Urbino de la Calle”. Ella replicó en seco: “Se volvería a morir dentro del cajón”.


Siempre fue sin pretensiones de amar ni ser amada, aunque siempre con la esperanza de encontrar algo que fuera como el amor, pero sin los problemas del amor.


martes, 15 de abril de 2014

Naríz de Oropéndola

Gabriel García Márquez

El doctor Juvenal Urbino solía decir, no sin cierto cinismo, que aquellos dos años amargos de su vida no fueron culpa suya, sino de la mala costumbre que tenía su esposa de oler la ropa que se quitaba la familia, y la que se quitaba ella misma, para saber por el olor si había que mandarla a lavar, aunque pareciera limpia a primera vista. Lo hacía desde niña, y nunca creyó que se notara tanto, hasta que su marido se dio cuenta la misma noche de bodas. Se dio cuenta también de que fumaba por lo menos tres veces al día encerrada en el baño, pero esto no le llamó la atención, pues las mujeres de su clase solían encerrarse en grupos a hablar de hombres y a fumar, y aun a beber aguardiente de a dos cuartillos hasta quedar tiradas por los suelos con una marimonda de albañil. Pero la costumbre de husmear cuanta ropa encontraba a su paso, no sólo le pareció improcedente, sino peligrosa para la salud. Ella lo tomaba a broma, como tomaba todo lo que no quería discutir, y decía que no era por simple adorno por lo que Dios le había puesto en la cara aquella acuciosa nariz de oropéndola. Una mañana, mientras ella andaba de compras, la servidumbre alborotó el vecindario buscando al hijo de tres años que no habían podido encontrar en ningún escondite de la casa. Ella llegó en medio del pánico, dio dos o tres vueltas de mastín rastreador, y encontró al hijo dormido dentro de un ropero, donde nadie pensó que pudiera esconderse. Cuando el marido atónito le preguntó cómo lo había encontrado, ella le contestó:

— Por el olor a caca.

La verdad es que el olfato no le servía sólo para lavar la ropa o para encontrar niños perdidos: era su sentido de orientación en todos los órdenes de la vida, y sobre todo de la vida social. Juvenal Urbino lo había observado a lo largo de su matrimonio, sobre todo al principio, cuando ella era la advenediza en un ambiente predispuesto en contra suya desde hacía trecientos años, y sin embargo braceaba por entre frondas de corales acuchillados sin tropezar con nadie, con un dominio del mundo que no podía ser sino un instinto sobrenatural. Esa facultad temible, que lo mismo podía tener origen en una sabiduría milenaria que en un corazón de pedernal, tuvo su hora de desgracia un mal domingo antes de la misa, cuando Fermina Daza olfateó por pura rutina la ropa que había usado su marido la tarde anterior, y padeció la sensación perturbadora de haber tenido a un hombre distinto en la cama.

Olfateó primero el saco y el chaleco mientras quitaba del ojal el reloj de leontina y sacaba el lapicero y la billetera y las pocas monedas sueltas de los bolsillos y lo iba poniendo todo sobre el tocador, y después olfateó la camisa abastillada mientras quitaba el pisacorbatas y las mancornas de topacio de los puños y el botón de oro del cuello postizo, y después olfateó los pantalones mientras sacaba el llavero con once llaves y el cortaplumas con cachas de nácar, y olfateó por último los calzoncillos y las medias y el pañuelo de hilo con su monograma bordado. No había la menor sombra de duda: en cada una de las prendas había un olor que no había estado en ellas en tantos años de vida en común, un olor imposible de definir, porque no era de flores ni de esencias artificiales, sino de algo propio de la naturaleza humana. No dijo nada, ni volvió a encontrar el olor todos los días, pero ya no husmeaba la ropa del marido con la curiosidad de saber si estaba de lavar, sino con una ansiedad insoportable que le iba carcomiendo las entrañas.

Fermina Daza no supo dónde situar el olor de la ropa dentro de la rutina del esposo. No podía ser entre la clase matinal y el almuerzo, pues suponía que ninguna mujer en su sano juicio iba a hacer un amor apurado a semejantes horas, y menos con una visita, mientras estaba pendiente de barrer la casa, arreglar las camas, hacer el mercado, preparar el almuerzo y tal vez con la angustia de que a uno de los niños lo mandaran de la escuela antes de tiempo descalabrado de una pedrada, y la encontrara desnuda a las once de la mañana en el cuarto sin hacer, y para colmo de vainas con un médico encima. Sabía, por otra parte, que el doctor Juvenal Urbino sólo hacía el amor de noche, y mejor aún en la oscuridad absoluta, y en último caso antes del desayuno al arrullo de los primeros pájaros. Después de esa hora, según él decía, era más el trabajo de quitarse la ropa y volver a ponérsela, que el placer de un amor de gallo. De modo que la contaminación de la ropa sólo podía ocurrir en alguna de las visitas médicas, o en cualquier momento escamoteado a sus noches de ajedrez y de cine. Esto último era difícil de esclarecer, porque al contrario de tantas amigas suyas, Fermina Daza era demasiado orgullosa para espiar al marido, o para pedirle a alguien que lo hiciera por ella. El  horario de las visitas, que parecía el más apropiado para la infidelidad, era además el más fácil de vigilar, porque el doctor Juvenal Urbino llevaba una relación minuciosa de cada uno de sus clientes, inclusive con el estado de cuentas de los honorarios, desde que los visitaba por primera vez hasta que los despedía de este mundo con una cruz final y una frase por el bienestar de su alma.

Al cabo de tres semanas, Fermina Daza no había encontrado el olor en la ropa durante varios días, había vuelto a encontrarlo de pronto cuando menos lo esperaba, y lo había encontrado luego más descarnado que nunca por varios días consecutivos, aunque uno de ellos había sido un domingo de fiesta familiar en que ella y él no se separaron ni un instante. Una tarde se encontró en la oficina del esposo, contra su costumbre y aun contra sus deseos, como si no fuera ella sino otra la que estuviera haciendo algo que ella no haría jamás, descifrando con una primorosa lupa de Bengala las intrincadas notas de visitas de los últimos meses. Era la primera vez que entraba sola en esa oficina saturada de relentes de creosota, atiborrada de libros empastados en pieles de animales ignotos, de grabados turbios de grupos escolares, de pergaminos de honor, de astrolabios y puñales de fantasía coleccionados durante años. Un santuario secreto que tuvo siempre como la única parte de la vida privada de su marido a la que ella no tenía acceso porque no estaba incluida en el amor, así que las pocas veces en que estuvo allí había sido con él, siempre para asuntos fugaces. No se sentía con derecho a entrar sola, y menos para hacer escrutinios que no le parecían decentes. Pero allí estaba.  Quería encontrar la verdad, y la buscaba con unas ansias apenas comparables al terrible temor de
encontrarla, impulsada por un ventarrón incontrolable más imperioso que su altivez congénita, más imperioso aún que su dignidad: un suplicio fascinante.

No pudo sacar nada en claro, porque los pacientes de su marido, salvo los amigos comunes, eran también parte de su dominio estanco, gentes sin identidad que no se conocían por su cara sino por sus dolores, no por el color de sus ojos o las evasiones de su corazón, sino por el tamaño de su hígado, el sarro de su lengua, los grumos de su orina, las alucinaciones de sus noches de fiebre. Gentes que creían en su esposo, que creían vivir por él cuando en realidad vivían para él, y terminaban reducidas a una frase escrita por él de su puño y letra al calce del expediente médico: Tranquilo, Dios te está esperando en la puerta. Fermina Daza abandonó el estudio al cabo de dos horas inútiles con la sensación de haberse dejado tentar por la indecencia.

Azuzada por su fantasía, empezó a descubrir los cambios del marido. Lo encontraba evasivo,  inapetente en la mesa y en la cama, propenso a la exasperación y a las réplicas irónicas, y cuando estaba en la casa ya no era el hombre tranquilo de antes, sino un león enjaulado. Por primera vez desde que se casaron vigiló sus tardanzas, las controló al minuto, y le decía mentiras para sacarle verdades, pero luego se sentía herida de muerte por sus contradicciones. Una noche despertó sobresaltada por un estado fantasmal, y era que su marido la estaba mirando en la oscuridad con unos ojos que le parecieron cargados de odio. Había sufrido un estremecimiento semejante en la flor de la juventud, cuando veía a Florentino Ariza a los pies de la cama, sólo que su aparición no era de odio sino de amor. Además, esta vez no era una fantasía: su marido estaba despierto a las dos de la madrugada, y se había incorporado en la cama para mirarla dormida, pero cuando ella le preguntó por qué lo hacía, él lo negó. Volvió a poner la cabeza en la almohada, y dijo:

— Debió ser que lo soñaste.

Después de esa noche, y por otros episodios similares de esa época en que Fermina Daza no sabía a ciencia cierta dónde terminaba la realidad y dónde empezaba el ensueño, tuvo la revelación deslumbrante de que se estaba volviendo loca. Por último cayó en la cuenta de que el esposo no comulgó el jueves de Corpus Christi, ni tampoco en ningún domingo de las últimas semanas, y no encontró tiempo para los retiros espirituales de aquel año. Cuando ella le preguntó a qué se debían esos cambios insólitos en su salud espiritual, recibió una respuesta ofuscada. Ésta fue la clave decisiva, porque él no había dejado de comulgar en una fecha tan importante desde que hizo la primera comunión a los ocho años. De este modo se dio cuenta no sólo de que su marido estaba en pecado mortal, sino que había resuelto persistir en él, puesto que no acudía a los auxilios de su confesor. Nunca había imaginado que pudiera sufrirse tanto por algo que parecía ser todo lo contrario del amor, pero en esas estaba, y resolvió que el único recurso para no morirse era meterle fuego al cubil de víboras que le emponzoñaba las entrañas. Así fue. Una tarde se puso a zurcir talones de medias en la terraza, mientras su esposo terminaba su lectura diaria después de la siesta. De pronto, interrumpió la labor, se levantó las gafas hasta la frente, y lo interpeló sin un mínimo signo de dureza:

— Doctor.

Él estaba sumergido en la lectura de Ole des pingouíns, la novela que todo el mundo estaba leyendo por aquellos días, y le contestó sin salir a flote:  Oui.  Ella insistió:

— Mírame a la cara.

Él lo hizo, mirándola sin verla en la bruma de los lentes de leer, pero no tuvo que quitárselos para quemarse en la brasa de su mirada.

— ¿Qué es lo que pasa? — preguntó.

— Tú lo sabes mejor que yo — dijo ella.


lunes, 14 de abril de 2014

Acerca de los Placeres Peligrosos del Amor Domesticado

Por Gabriel García Márquez

No había nadie más elegante que ella para dormir, con un escorzo de danza y una mano sobre
la frente, pero tampoco había nadie más feroz cuando le perturbaban la sensualidad de creerse
dormida cuando ya no lo estaba. El doctor Urbino sabía que ella permanecía pendiente del
menor ruido que él hiciera, y que inclusive se lo habría agradecido, para tener a quien echarle
la culpa de despertarla a las cinco del amanecer. Tanto era así, que en las pocas ocasiones en
que tenía que tantear en las tinieblas porque no encontraba las pantuflas en el lugar de siempre, ella decía de pronto con voz de entresueños: “Las dejaste anoche en el baño”. Enseguida, con la voz despierta de rabia, maldecía:

— La peor desgracia de esta casa es que no se puede dormir.

Entonces se volteaba en la cama, encendía la luz sin la menor clemencia consigo misma, feliz
con su primera victoria del día. En el fondo era un juego de ambos, mítico y perverso, pero
por lo mismo reconfortante: uno de los tantos placeres peligrosos del amor domesticado. Pero
fue por uno de esos juegos triviales que los primeros treinta años de vida en común estuvieron
a punto de acabarse porque un día cualquiera no hubo jabón en el baño.

Empezó con la simplicidad de rutina. El doctor Juvenal Urbino había regresado al dormitorio,
en los tiempos en que todavía se bañaba sin ayuda, y empezó a vestirse sin encender la luz.
Ella estaba como siempre a esa hora en su tibio estado fetal, los ojos cerrados, la respiración
tenue, y ese brazo de danza sagrada sobre la cabeza. Pero estaba a medio sueño, como
siempre, y él lo sabía. Al cabo de un largo rumor de almidones de linos en la oscuridad, el
doctor Urbino habló consigo mismo:

— Hace como una semana que me estoy bañando sin jabón — dijo.

Entonces ella acabó de despertar, recordó, y se revolvió de rabia contra el mundo, porque en
efecto había olvidado reponer el jabón en el baño. Había notado la falta tres días antes,
cuando ya estaba debajo de la regadera y pensó reponerlo después, pero después lo olvidó
hasta el día siguiente. Al tercer día le había ocurrido lo mismo. En realidad no había
transcurrido una semana, como él decía para agravarle la culpa, pero sí tres días
imperdonables, y la furia de sentirse sorprendida en falta acabó de sacarla de quicio. Como
siempre, se defendió atacando:

Pues yo me he bañado todos estos días — gritó fuera de sí— y siempre ha habido jabón.

Aunque él conocía de sobra sus métodos de guerra, esa vez no pudo soportarlos. Se fue a vivir
con cualquier pretexto profesional en los cuartos de internos del Hospital de la Misericordia, y
sólo aparecía en la casa para cambiarse de ropa al atardecer antes de las consultas a domicilio.
Ella se iba para la cocina cuando lo oía llegar, fingiendo hacer cualquier cosa, y allí
permanecía hasta sentir en la calle los pasos de los caballos del coche. Cada vez que trataron
de resolver la discordia en los tres meses siguientes, lo único que lograron fue atizarla. Él no
estaba dispuesto a volver mientras ella no admitiera que no había jabón en el baño, y ella no
estaba dispuesta a recibirlo mientras él no reconociera haber mentido a conciencia para
atormentarla.

El incidente, por supuesto, les dio oportunidad de evocar otros, muchos otros pleitos
minúsculos de otros tantos amaneceres turbios. Unos resentimientos revolvieron los otros,
reabrieron cicatrices antiguas, las volvieron heridas nuevas, y ambos se asustaron con la
comprobación desoladora de que en tantos años de lidia conyugal no habían hecho mucho
más que pastorear rencores. Él llegó a proponer que se sometieran juntos a una confesión
abierta, con el señor arzobispo si era preciso, para que fuera Dios quien decidiera como
árbitro final si había o no había jabón en la jabonera del baño. Entonces ella, que tan buenos
estribos tenía, los perdió con un grito histórico:

— ¡A la mierda el señor arzobispo!

El improperio estremeció los cimientos de la ciudad, dio origen a consejas que no fue fácil
desmentir, y quedó incorporado al habla popular con aires de zarzuela: “¡A la mierda el señor
arzobispo!”. Consciente de que había rebasado la línea, ella se anticipó a la reacción que
esperaba del esposo, y lo amenazó con mudarse sola a la antigua casa de su padre, que todavía
era suya, aunque estaba alquilada para oficinas públicas. No era una bravata: quería irse de
veras, sin importarle el escándalo social, y el marido se dio cuenta a tiempo. Él no tuvo valor
para desafiar sus prejuicios: cedió. No en el sentido de admitir que había jabón en el baño,
pues habría sido un agravio a la verdad, sino en el de seguir viviendo en la misma casa, pero
en cuartos separados, y sin dirigirse la palabra. Así comían, sorteando la situación con tanta
destreza que se mandaban recados con los hijos de un lado al otro de la mesa, sin que éstos se
dieran cuenta de que no se hablaban.

Como en el estudio no había baño, la fórmula resolvió el conflicto de los ruidos matinales,
porque él entraba a bañarse después de haber preparado la clase, y tomaba precauciones reales
para no despertar a la esposa. Muchas veces coincidían y se turnaban para cepillarse los
dientes antes de dormir. Al cabo de cuatro meses, él se acostó a leer en la cama matrimonial
mientras ella salía del baño, como ocurría a menudo, y se quedó dormido. Ella se acostó a su
lado con bastante descuido para que despertara y se fuera. Él despertó a medias, en efecto,
pero en vez de levantarse apagó la veladora y se acomodó en su almohada. Ella lo sacudió por
el hombro para recordarle que debía irse al estudio, pero él se sentía tan bien otra vez en la
cama de plumas de los bisabuelos, que prefirió capitular:

— Déjame aquí — dijo— . Sí había jabón.

Cuando recordaban este episodio, ya en el recodo de la vejez, ni él ni ella podían creer la
verdad asombrosa de que aquel altercado fue el más grave de medio siglo de vida en común, y
el único que les inspiró a ambos el deseo de claudicar, y empezar la vida de otro modo. Aun
cuando ya eran viejos y apacibles se cuidaban de evocarlo, porque las heridas apenas
cicatrizadas volvían a sangrar como si fueran de ayer.