jueves, 28 de enero de 2010

Todos los ciudadanos de a pie son iguales, pero se presume que no son "decentes".

A los pobres la ley se les aplica,
a los ricos se les explica.
TUCIDIDES

Las lecciones de ciudadanía solo las entienden a la perfección los que experimentan la parte práctica en primera persona. El resto es humo. Yo, por mi parte, recibí mi lección de repaso, este día 28 de enero por parte de amables instructores de la PNC, y el texto que sigue es el borrador de mi reporte.

Cuando me dijeron "contra la pared", me sentí igual que el resto de pasajeros del autobus de la ruta 2C que se encontraban en mi misma situación. Es decir: todos los de a pie somos iguales.

Reconocer que se deben tomar medidas para prevenir y reprimir la violencia social que nos abate, no debe confundirse con un cheque en blanco que flexibiliza los derechos ciudadanos, algo que Juan José Millas define como perversión ulterior del concepto de flexiseguridad. A ese paso, en un futuro no tan lejano antes de recibir una golpiza -o algo peor- de parte de los que nos deberían proteger, solo vamos a recibir como atenuante una flexiexplicación: es por tu seguridad.

Algo huele a podrido en una situación en la cual los daños colaterales solo golpean al ciudadano de a pie. De acuerdo a Platón, todas las percepciones de la realidad son incompletas, e imperfectas. En el caso de nuestra realidad se insiste en hablar continuamente -por ejemplo- del derecho de tenencia y portación de armas de fuego que tienen los ciudadanos "decentes" para defenderse de los criminales. Surge una pregunta inevitable en este caso: ¿quién acredita que un ciudadano es decente?

También y no por casualidad, muchos de nuestros ciudadanos "decentes" que practican el derecho que algunas constituciones otorgan irrestrictamente a todos sus ciudadanos de portar armas, también tienen el gusto por los autos polarizados. Esta situación de asimetría, según la cual una parte de la sociedad tiene el poder de auto-acreditarse como ciudadanía "decente", tiene como consecuencia lógica que el resto (es decir todos los ciudadanos de a pie) adquirimos un status de presunción de culpabilidad.

Esa es la otra conclusión de la lección de hoy: todos los ciudadanos de a pie son iguales (incluso ante la ley), pero se presume que no son ciudadanos "decentes".



martes, 5 de enero de 2010

En los Pasillos de la Muerte

Hace dos años caminé junto a mi padre por los pasillos de la muerte. Su estado de salud se había deteriorado en los últimos meses, y lo que se podía hacer sin hospitalizarlo, ya había sido hecho. Cuando lo ví el 24 de diciembre, le costaba respirar. Mi padre había salido de muchas situaciones duras, pero esta vez iba a ser diferente. Aquel 26 de diciembre, fuimos a consulta con el médico que lo había atendido durante más de quince años. Tras examinarlo, y ver las imágenes de las radiografías de sus pulmones, el Dr. Figueroa Avilés me explicó que sus pulmones estaban acumulando líquido. Lo primero era drenar este líquido. Esto significaba hospitalizarlo, y en nuestro caso particular, hospitalizarlo en el "Seguro". -Yo no quiero que me lleven al Seguro- me había dicho mi padre en repetidas ocasiones. Pero esta vez era diferente. Previendo lo peor, le pedí a Rosa, su mujer, la documentación necesaria en caso de que fuera necesario hospitalizarlo, y le pedí a ella que nos acompañara en la visita al médico. Cuando le explicamos la situación, él ni siquiera intentó oponerse. Su instinto de supervivencia pudo más que el temor a quedar en manos de la maquinaria del ISSS.

A eso de las cuatro de la tarde de aquel 26 de diciembre, nos presentamos en la entrada de emergencias del hospital general del ISSS. Rosa y yo, lo acompañábamos, pero solo era permitido un pariente por paciente en la sala de espera. Decidí esperar afuera, ya que Rosa era de más ayuda a su lado. De vez en cuando el vigilante me permitía entrar para ir a hablarle y darle ánimo, o llevarles algo de comer o beber, pero la espera se prolongó por casi 7 horas. Desesperados, empezamos a mostrar la nota del Dr. Figueroa Avilés, indicando claramente que el derrame pleural requería hospitalización inmediata; así como la radiografía que probaba el diagnóstico. Incluso logramos que uno de los médicos de turno accediera a hablar por teléfono con nuestro médico. Mostramos la nota y la radiografía a la enfermera que tenía la voz de mando, y esta, a su vez, la mostró a un burócrata con título de médico. Este nos explicó disgustado que nos habíamos saltado la cadena de controles internos de la institución (se refería al diagnóstico, exámenes, así como al seguimiento del paciente). A lo mejor esa es la explicación de las 7 horas de espera para ingresarlo. A lo mejor eso es lo normal. Al fin y al cabo otros corren peor suerte, ya que mientras esperábamos murió un hombre en la sala de espera sin haber sido atendido.

De mala gana iniciaron las revisiones de rutina con los médicos de turno. Recuerdo que entre los exámenes a que él fue sometido, estaba el electrocardioagrama. Su corazón fue bueno hasta el final, tanto desde el punto de vista biológico, como desde el lado que lo hacía diferente a tantos otros.. Superada la segunda barrera de burocracia, lo acompañé hasta una zona en que unas enfermeras le tomaron muestras de sangre, la temperatura, la presión y otras pruebas. A este momento, no recuerdo la razón por la cual yo estaba a su lado en lugar de Rosa. Luego me dieron una bata de hospital, y me indicaron que debía ponerle la bata para ingresarlo. Lo hicimos en los baños de hombres, los que son de uso público en la sala de emergencias. Finalmente después de las once de la noche, cruzamos juntos los pasillos de la muerte, yo impulsaba la silla de ruedas y seguí a una enfermera, mientras ella nos guiaba hasta el séptimo nivel. (El Dr. Figueroa Avilés, me explicaría la mañana siguiente, que los pacientes asignados al séptimo nivel eran considerados casi en cuidados intensivos)

El día siguiente pude visitar a mi padre por primera vez a la hora de almuerzo y su recuperación era notoria. Para entonces, ya le habían drenado el líquido de los pulmones, y respiraba con facilidad. Esto me hizo abrigar muchas esperanzas. Incluso, nos comunicamos por teléfono con mi hermana Ena. Sin embargo, los especialistas regresaban de vacaciones navideñas a eso del 3 o 4 de enero, y esto significaba que todo lo que podían hacer antes de esa fecha, era para mientras. Para el 31 de diciembre, mi vida giraba alrededor de las dos visitas diarias permitidas en el hospital, y aquel día, durante la visita de la tarde, le di de comer o al menos intenté convencerlo de aceptar un poco de alimento.

El deterioro final lo pude percibir después que nos dimos cuenta de que le habían fracturado un brazo. Estoy consciente de es realmente dificil manipular a un anciano, por su fragilidad, pero el hecho es que en el ISSS, intentaron no darse por enterados. También recuerdo que tuvimos un frente frío, y en el séptimo nivel dejaban las ventanas abiertas, y durante la peor noche de frío, le quitaron parte de su ropa de cama, él estaba indefenso. No hay duda que la suma de todas esas miserias complicó su estado. Su contacto con la realidad se volvió difuso, empezó a hablar de Arcadia, su madre, y no sé hasta que punto, también a conversar con ella. Hablaba de conejos aliñados para ir a comerlos a Las Delicias, su lugar de nacimiento, cerca de San Martín. También habló de sus desconfianzas cotidianas, esas penas que son como perros fieles, que ni nos quieren, ni nos dejan, y que siguen acosándonos fieramente hasta en la última hora.

Mi hermana había llegado el 1 de enero, y afortunadamente pudieron conversar en varias ocasiones durante las dos visitas diarias. Ella oró junto a él, aquel sábado 5 de enero, durante la visita del mediodía, en un momento en el cual yo ya me había derrumbado. Ese día, poco antes de la medianoche, mi padre perdió su última lucha, esa que todos vamos a perder algún día. Sin embargo, la burocracia del ISSS nos tenía reservado el último trago amargo. Cuando nos presentamos a la morgue a reclamar el cuerpo, el funcionario gris que nos atendió hizo gala de toda la soberbia con la que los burócratas aplastan al ciudadano común, especialmente cuando detectan que se enfrentan a personas indefensas, dispuestas a soportar malos tratos con tal de no entorpecer la gestión- en nuestro caso, recibir los restos mortales de mi padre. Tras -prácticamente- burlarse de Rosa por que ella no podía escribir correctamente su nombre, casi en la oscuridad, después de las 3 de la mañana, .... nos condujo al depósito de cadáveres, y de una patada abrió el compartimento en el que se encontraba mi Padre. Edwin, el hijo de Rosa, quien fue criado por mi padre, y que para todos los propósitos de la vida también es su hijo, estuvo a punto de lanzarse encima de ese burócrata miserable; pero por fortuna para todos, la cosa no pasó a más.

Tanta iniquidad no se explica exclusivamente por argumentos que ciertamente son válidos (la falta de recursos, medicinas, instalaciones, personal, etc.), pero son insuficientes para justificar estas realidades (las 7 horas en la sala de espera de emergencias, el brazo fracturado, la falta de especialistas durante períodos de vacaciones, etc.). Es una paradoja que a mi padre, quien arriesgó su vida -entre otras cosas- por participar en la fundación del sindicato del Ingenio de San Isidro a finales de los años cincuenta, le haya sido negado el derecho a una muerte digna, por burócratas que de seguro se sienten intocables por ser sindicalistas. Mi padre, que idealizaba tanto las luchas de los trabajadores, habría tenido serias dificultades para entender la conducta de estos "compañeros".

Todos vamos a morir algún día, y si somos suficientemente desafortunados, antes de partir vamos a recorrer en más de una ocasión los pasillos de la muerte de nuestros hospitales, y probablemente seremos tratados y maltratados como un número más, si no hacemos algo al respecto, antes de que llegue nuestra hora.